Le envié mensajeros con gardenias, bombones y libros de poemas; telegramas diciéndole: te quiero, y todos los domingos, cuando se despertaba, hice sonar su disco favorito. Yo creí muy romántico ocultar mi remite, y que el desinterés una fórmula fuera de amar refinadísima – y quizá, dado el caso, la única posible–. ¡Qué pérdida de tiempo! Alguien con él comparte mis ramos, mis pasteles y mis rimas, y no me extrañaría –puesto que son anónimos– que encima se jactara de elegir mis envíos y pagarlos. Ahora cada domingo, me sé de sobra cuándo se despiertan y no pongo la música. Bajo a la portería, pulso el timbre y no paro hasta que los interrumpo.
Ana Rosetti
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