ROMANCE DE LA VOZ EN LA SANGRE Fue hacia la tercera luna cuando lo sintió en los centros. Estaba sobre la hierba, tumbada de cara al cielo —viendo la tarde morirse sobre sus ojos abiertos— cuando notó en la cintura como un pájaro pequeño, que aleteó por lo oscuro de su vientre unos momentos, y luego vino a pararse sobre su talle, en silencio... Fue hacia la tercera luna cuando lo sintió en los centros... Un ¡ay! de gozo y asombro y otro de duda y recelo salieron de su garganta. Las palomas de su pecho se erizaron de blancura, y un temblor de alumbramiento sacudió de sur a norte todo el mapa de su cuerpo e hizo crujir entre sombras las ramas de su esqueleto... En un brinco de gacela se ha levantado del suelo y ha echado a andar lentamente por la vereda de cedros. Parece tallada en tierra la cara de Sacramento. —Iré a ver a la Jacinta lo mismo que otras lo hicieron... Ella conoce las plantas y sabrá darme el remedio... —¿No te da pena matarme antes de nacer...? ¡Qué miedo le dio al escuchar la voz que le salía al encuentro, envuelta en hilos de sangre cortando su propio aliento! —¿Quién eres que así me hablas...? —Ahora, nadie... casi un sueño; mañana, si tú me dejas, un hombre de cuerpo entero... —¿Y qué voy a hacer, mi niño? —Parirme como un almendro en la mitad de la cama con las entrañas ardiendo. —¿Pero y mi honra? —Tu honra la limpiaré con mis besos: las madres después del parto quedan igual que un espejo... —Pero me faltan seis meses, seis plenilunios completos frente a los ojos que miran y las bocas de veneno. —¿Y a ti qué te importa nadie? Ponte delante del pueblo y escúpele la belleza de llevar un hijo dentro. —¡Temo a las lenguas cobardes! —Y en cambio no te da miedo ir a buscar una planta de sombra —flor de silencio—, para derramar mi vida por el primer sumidero y que no quede del hijo ni una fecha ni un recuerdo... —¡Calla! —No puedo callarme. Una perra no haría eso: me lamería los ojos hasta que los fuera abriendo... Pondría mi piel süave lo mismo que el terciopelo y luego ya, sin saliva, con los dientes en acecho, se tumbaría a mi lado hecha un río dulce y tierno, para que yo la dejara hasta sin cal en los huesos. —¡Por Dios! —Por Él, yo te pido que no me dejes sin cielo. Corta sábanas de holanda; borda pañales de céfiro; aprende nanas azules y planta naranjos nuevos..., y cuando me hayas parido como a un torito pequeño, abre puertas y ventanas, que me contemplen durmiendo lo mismo que un patriarca en el valle de tus pechos... La voz se apagó en la sangre; la cara de Sacramento parece como de barro de oscura que se le ha puesto, y con sus manos sin pulso se toca el vientre moreno... ¡Ay qué monte de alegría! ¡Qué rosal al descubierto! ¡Qué luna bajo la falda! ¡Qué lirio de tallo inquieto! —¡Yo te juro, amor —mi niño—, por mis vivos y mis muertos, que te he de parir un día sonámbula de contento, aunque me escupan a una todas las lenguas del pueblo!