Cierto rabino era adorado por su comunidad. Todos quedaban encantados con lo que decía.
Menos Isaac, que no perdía oportunidad de contradecir las interpretaciones del rabino, de señalar fallas en sus enseñanzas. Los otros se enojaban con Isaac, pero no podían hacer nada.
Un día, Isaac murió. En el entierro, la comunidad advirtió que el rabino estaba profundamente apenado.
-¿Por qué tanta tristeza? –comentó alguien. ¡Isaac no hacía más que encontrar defectos a todo lo que usted decía!
-No lloro a mi amigo que ya está en el cielo –respondió el rabino. –Lloro por mí. Mientras todos me reverenciaban, él me desafiaba, y yo me sentía obligado a mejorar. Ahora que él se fue, tengo miedo de dejar de crecer.