Érase una vez un maestro artesano que tenía un buen trabajo, una abnegada esposa y cuatro hijas de gran belleza; en definitiva todo cuánto un hombre necesita para ser feliz. Sin embargo, se sentía inquieto e insatisfecho. Cuando su mujer le preguntó que le ocurría, él le confesó:
- Quiero hallar la verdad.
- Ve, entonces – le animó ella y, como era muy lista, añadió- : Ponlo todo en mi nombre.
Así pues, el artesano partió en busca de la Verdad. Subió a la cima de las montañas, bajó a lo más profundo de los valles, recorrió todas las costas, penetró en la espesura de muchos bosques misteriosos. La búsqueda duró días, meses, años. Estaba a punto de desistir de su empeño cuando un día en que había ascendido a la cumbre de un monte en medio de un frío glacial, descubrió una cueva habitada por una anciana con la piel llena de arrugas, y tan curtida que semejaba cuero, el cabello enmarañado y grasiento, las manos sarmentosas a causa de la artritis y un solo diente en la boca.
Sin embargo, cuando después de hacerle señas para que se acercara comenzó a hablar, su voz destilaba tal pureza y lirismo que comprendió que por fin había encontrado la verdad.
Permaneció a su lado un año y un día, y durante ese tiempo aprendió todo cuanto ella estaba en condiciones de enseñarle. Al cabo de ese período decidió que debía regresar al mundo exterior, junto a la familia que tanto lo quería.
Cuando se dirigía hacia la salida de la cueva, dio media vuelta para despedirse de ella a quién denominaba la Verdad.
- Verdad – le dijo-, has sido muy amable conmigo durante todo este año. ¿Puedo hacer algo por ti?
La anciana quedó pensativa unos minutos y luego levantó un dedo.
- Si – contestó-, cuando hables de mí a los de ahí fuera, diles que soy joven y bella.
A/D