La historia cuenta de una princesa que agonizaba. En su lecho de muerte, pidió que su tumba fuese cubierta con una gran piedra de granito y que alrededor hubiese otras piedras sellando la lápida.
También dio órdenes de afianzar las piedras con abrazaderas de hierro. A pedido, suyo, la lápida llevaría escrito: “Esta tumba, comprada para toda la eternidad, jamás deberá abrirse”.
Aparentemente, durante el entierro se metió en la tumba una pequeña bellota. Al tiempo empezó a asomarse un imperceptible brote en medio de las piedras. La bellota había podido absorber suficiente alimento como para crecer. Después de varios años de crecimiento, un robusto roble se levantaba entre las abrazaderas de hierro. El hierro no pudo con el roble y sus raíces lo rompieron, dejando al descubierto la tumba que nunca debía abrirse.
La nueva vida se abrió camino desde el lecho de muerte con una simple semillita.