Entretanto, el rey Boabdil, envalentonado por el triunfo obtenido en Riofrío, y aconsejado por su anciano suegro Aliatar (alcaide de Loja) y su ambiciosa madre Aixa (que había conspirado con los Abencerrajes para destronar a su exmarido Muley Hacén, y entronizar a su hijo), decidió tomar la iniciativa y pasar a la ofensiva atacando la desguarnecida ciudad fronteriza de Lucena. Partiendo de Medina Lauxa, las tropas granadinas, de unos 7.000 efectivos, marcharon sobre la plaza cordobesa a principios de la primavera de 1483, y acamparon en el arroyo de Martín González para mejor asegurarse el suministro hídrico. El alcaide de Lucena, Hernando de Argote, al verse agredido, pidió auxilio a su amigo el conde de Cabra, Diego Fernández de Córdoba y Carrillo de Albornoz, que acudió presuroso con sus escasas fuerzas, pero con todos los estandartes y pendones desplegados a los cuatro vientos, y con gran estruendo de trompetas y timbales.
Los sarracenos, que estaban tranquilos y relajados, realizando sus abluciones matutinas, al divisar las banderas del conde, confundieron la cabra de los blasones de la ciudad con el león rampante del escudo de Castilla, y creyeron que todo el grueso del ejército cristiano se les echaba encima. Presas del espanto y del terror, las tropas nazaríes huyeron despavoridas y se retiraron en desbandada, buscando refugio en la ciudad amurallada de Loja. El pobre rey moro, que contempló impotente cómo se fugaban sus soldados, intentó hacer frente a las huestes cristianas desoyendo el consejo de sus capitanes. Por aquel entonces, Boabdil era un joven de unos 23 años, delgado, rubio y de ojos azules (casado con la bella Morayma, hija de Aliatar), muy valiente e impulsivo, pero bastante inexperto.
Al ver que su yerno se rezagaba, enzarzado en una lucha desigual, el alcaide de Loja retrocedió y volvió sobre sus pasos para intentar socorrer a Boabdil, pero cayó en una emboscada que le tendieron los cristianos, a resultas de la cual tuvo que entablar singular combate, cuerpo a cuerpo, con Alonso Ponce de León. El anciano caudillo musulmán (casi nonagenario) luchó con denodada destreza, valentía y fiereza, pero los años no perdonan, y al poco tiempo las fuerzas le abandonaron. Alonso, en un gesto compasivo, le conminó a que se rindiera, pero Aliatar le dio por respuesta un terrible exabrupto que indignó al cristiano y, enfurecido, propinó un fortísimo espadazo en la cabeza de su rival, produciéndole la muerte en el acto. Cuando el desventurado Boabdil contempló el cadáver ensangrentado de su suegro, con el cráneo hendido, desistió de seguir batallando y fue capturado por los infantes castellanos.
En fin, que el día 20 de abril de 1483, la escaramuza del arroyo de Martín González, mal llamada BATALLA DE LUCENA, supuso una auténtica catástrofe bélica para el Reino Nazarí, que acabó con el rey Boabdil prisionero de los Reyes Católicos, su capitán general Aliatar muerto en combate, y el ejército musulmán amedrentado y batiéndose en retirada; y todo por confundir una cabra con un león. A mí, que padezco algunas veleidades poéticas, se me ha ocurrido una composición un poco jocosa, para interrumpir la seriedad y la monotonía del relato historicista, y manifestar también que para mantener la cordura hace falta un poco de locura (como aseveró el gran Erasmo):
¡Que viene el león, que viene el león!,
¡que el león de Castilla nos ataca!.
Pero resulta que no era un león,
ya que se trataba de una inofensiva cabra.
¡Qué error, qué imperdonable error!,
confundir el cornúpeta caprino
con un fiero y rugiente felino.
Cuando la malhadada noticia referente a la debacle sufrida por las fuerzas nazaríes, en el cerco de Lucena, llegó a Loja (al día siguiente), una marea de clamores, sollozos y lamentos se propagó instantáneamente por todas las calles, plazas, recodos y recovecos de la vieja medina, cual desbocado e irrefrenable caballo apocalíptico. La joven y hermosa reina Morayma (nacida el año 1467) se encontraba en sus aposentos de la Alcazaba, dedicada a la fútil tarea de acicalarse, más por distracción o pasatiempo que por necesidad perentoria. Al recibir la triste nueva de la irreparable muerte de su padre Aliatar, y del apresamiento y cautividad de su bien amado esposo, se precipitó por un negro abismo de duelo y se sumergió en un mar de llanto. Estuvo llorando desconsoladamente durante días enteros, sin comer, beber, ni dormir, porque a la pérdida de sus seres más queridos, se unió la contundente y clara convicción de que Granada ya no tenía posible salvación. Saludos.