Hay una casa perdida entre colinas suaves,
donde el tiempo no pesa y el alma respira,
una casa hecha de silencios dorados,
de promesas que el viento acaricia.
Allí, donde canta el alba sobre un lago sereno,
y los sauces inclinan sus hojas para rezar,
hay una puerta entreabierta, un rincón tibio,
y una mujer…
una mujer que no deja de esperar.
Sus ojos miran el horizonte sin prisa,
como quien sabe que el amor no se apresura.
Cada tarde, su sombra se dibuja en la orilla,
y el lago, fiel confidente, le guarda la ternura.
Ella viste de calma y de esperanza,
su cabello danzan con el aire del lugar,
y en sus manos lleva flores recién cortadas,
por si llegas… por si decides regresar.
La casa no tiene llaves ni cerrojos,
porque el amor no se encierra ni se obliga,
y las paredes están cubiertas de susurros,
de cartas sin fecha y besos sin medida.
Allí se cumplen los sueños, amor mío,
allí la luna desciende a beber de su piel,
y cada estrella murmura tu nombre
como un conjuro que la hace estremecer.
Te ha esperado en todos los otoños,
en inviernos donde solo el fuego la abrazaba,
en veranos donde el lago brillaba con anhelo,
y en primaveras donde todo florecía,
menos tú, que no llegabas…
Pero no ha dejado de creer,
ni un solo día.
Porque esa casa no es solo un refugio…
es un templo,
es el corazón latiendo de una promesa viva.
Y cuando llegues, cansado de tanta ausencia,
ella correrá por el sendero como quien vuela,
y sin decir palabra,
te abrirá los brazos,
te mostrará el lago,
y te amará sin juicio ni espera.
Porque esa casa es tuya,
porque esa mujer es tu destino,
porque en ese lugar sagrado y sin ruido,
se cumplen los sueños de amor… y estás vivo.