Hablando con una amiga caí en una triste realidad:
el príncipe azul sí existe, sólo que a menudo se convierte en un sapo. Incluso hay varios tipos:
los príncipes anfibios, los príncipes desteñidos, los príncipes limón y los imitadores.
Príncipe anfibio:
como digo al comienzo, éste es el caso inverso a las historias de fantasía que nos contaban cuando niñas.
En ellas, si besábamos un sapo, éste se volvía el hombre soñado, guapo, caballero y dueño de un hermoso
castillo. Lamentablemente, en la vida real primero encontramos al ideal y en poco tiempo se convierte
en un batracio frío, raro, que vive babeado y a menudo juega en charco ajeno mientras la rana
–llámese mujer estafada- cría a los renacuajos y limpia el ambiente de cosas molestas.
Príncipe desteñido:
¡Qué lindo es al principio! Hasta se me escapa un suspiro mientras lo imagino.
Es el clásico sacado de un cuento de hadas, musculoso, atractivo, amable con nuestras amigas,
lindo con la familia, caballero en todo momento y lo mejor: sólo tiene ojos para su mujer.
Lo malo es que después del casamiento, pierde los músculos en forma inmediata, como si fuera
un muñeco inflable que se tropezó con una protesta de alfileres.
Por ende, se esfuma lo atractivo, ya que el aire perdido de los músculos se aloja en el abdomen.
La amabilidad se convierte en baboseo con nuestras amigas, hermana, vecina y toda mujer cercana.
Nuestra madre se vuelve una bruja malvada y papá, pobre papá…
pasa a ser un dictador entrometido.Por último tiene ojos para cualquier mujer, menos para la suya.
Príncipe limón:
estos son los que hacen que nos derritamos al verlos, igualito a un bombón helado bajo el sol.
Sonrisa calcada de un comercial de odontología, traje pintado a su escultural cuerpo, ojos encantadores
y un bronceado que combina de maravillas con su corte de pelo. Y ahí vamos a la carga, nosotras,
pobres e ilusas mujeres. Luchamos horas, días, ¡Semanas! Intentando volvernos Britney Spears para seducirlo.
Primer obstáculo, cuando logramos que nos hable descubrimos que a él le gusta Shakira.
Bueno, todo vuelve a comenzar. Transformación en marcha (otra vez).
Allí vamos de vuelta, segundo diálogo y es para decirnos que valora nuestro esmero, pero en realidad le
gustábamos tal cual éramos. Por fin, logramos una cita. Qué desilusión, meses invertidos en él
y no tenemos en común ni la hora –porque a juzgar por lo tarde que llegó le funciona mal el reloj-.
Bueno, veamos si al menos hay en común química sexual. Acá vamos, no besa tan mal, aunque creo que
no le caigo muy bien y quiere matarme ocasionándome un ahogamiento. Ya se sacó la camisa, el pantalón,
y cuando llegó al calzoncillo descubrimos un desierto. Total y absoluto desierto.
“mi vida, tendrás que disculparme, pero me olvidé el gas prendido y me subirá mucho la factura, me voy
y regreso en cuatro o cinco años”. Por eso lo denomino como el cítrico,
dado que viéndolo en la góndola es tentador, pero sin la cáscara no sirve ni de consuelo.
Por último y no menos importante, tenemos al
príncipe imitador:
Éste no tiene personalidad. Ni una gotita. También es conocido como metrosexual, afeminado,
con tendencia desviada, piñón fijo o simplemente, de plástico. Tiene más cirugías hechas
que un cirujano jubilado, imita a cualquier actor que haya tenido más de dos esposas y vive preocupado
por su aspecto físico. Normalmente éste es el que más se esmera en seducirnos, pero definitivamente
no nos gusta salir con alguien que le dedica más tiempo a arreglarse, que a dormir y que pregunta
cada dos segundos, “¿Cómo estoy?”. Cuando obtienen una cita la pierden porque pasan demasiado tiempo
mirando su reflejo en la cuchara o hablando de sus aventuras en el gym.
Vive imitando a los demás hasta que un día descubre que encontró a su alma gemela. En otro hombre.
Debo reconocer que cenicienta tampoco existe, pero eso lo dejo para otra entrega de
“Entre sapos y príncipes”, no puedo seguir escribiendo, mi príncipe me espera.
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