A la maldita muerte
Quisiera Dios, que un día, pusieras en mis manos, tu savia de alfarero y así poder lograr, sobre la misma muerte formar un cuerpo humano y luego darle El Soplo, para que empiece a andar.
A sus vacías cuencas las llenaría de cielo para que viera todo tras un brumoso tul, y que sus noches fueran estrellas por el suelo ante el velado sueño del caballero azul.
Pondría ante sus ojos divinas primaveras para que fuera rama de luz pronta a espigar, y llenaría su frente febril con las quimeras de la policromía de un amplio rosedal.
La volvería al Principio de Todos los Principios, virgen y pecadora, dentro del propio Edén, y en un espejo de aguas deshojaría sus ripios por la serpiente puestos para ocultar el bien.
En un festín de Baco, yo haría que las uvas, sus ramos desgranaran racimos del vergel, y su excitante cuerpo por las adustas cuevas perdiera los caminos en extravío cruel.
Haría que grotesca la infame desolante replegara en sus alas la estirpe de Caín, y en su beodez creyera, pudiera ser amante, volviéndose septiembre en invernal sin fin.
Quisiera, también verla sufrir, desesperada, vencida y de rodillas, sollozante después, teniendo entre sus manos a la cabeza amada con nueve lunas muertas deshechas a sus pies.
Entonces, Alfarero, mi anhelo inconsolable, desearía en mis dedos que la hicieron nacer, desgajar lentamente su carne vulnerable y arrancarle los ojos con los que pudo ver.
Después, perdido El Soplo, que vuelva a ser aquella del cetro de la angustia por su espectral misión, y advierta que en su cielo no hay una sola estrella y a su jardín lo aroman flores en desazón.
Quisiera que doblada sobre la tumba amada se ahogara en esa angustia de no poder llorar, y rodara en su rostro la lágrima callada, quemándole los ojos, sin su fuego apagar.
Que sufra los dolores del parto en las desiertas regiones del paisaje de abrupta oscuridad, y en el amor que acaba con nueve lunas muertas, sintiendo lo que siente un alma en soledad.
Audroc
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