Santoral 26 de Abril: San Isidoro, obispo y doctor de la
Iglesia
Texto del Evangelio (Jn 20,11-18): En aquel tiempo, estaba María
junto al sepulcro fuera llorando. Y mientras lloraba se inclinó hacia el
sepulcro, y ve dos ángeles de blanco, sentados donde había estado el cuerpo de
Jesús, uno a la cabecera y otro a los pies. Dícenle ellos: «Mujer, ¿por qué
lloras?». Ella les respondió: «Porque se han llevado a mi Señor, y no sé dónde
le han puesto». Dicho esto, se volvió y vio a Jesús, de pie, pero no sabía que
era Jesús. Le dice Jesús: «Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?». Ella,
pensando que era el encargado del huerto, le dice: «Señor, si tú te lo has
llevado, dime dónde lo has puesto, y yo me lo llevaré». Jesús le dice: «María».
Ella se vuelve y le dice en hebreo: «Rabbuní», que quiere decir “Maestro”».
Dícele Jesús: «No me toques, que todavía no he subido al Padre. Pero vete donde
mis hermanos y diles: ‘Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro
Dios’». Fue María Magdalena y dijo a los discípulos que había visto al Señor y
que había dicho estas palabras.
Comentario: Rev. D. Antoni ORIOL i
Tataret (Vic, Barcelona, España)
«Fue María Magdalena y dijo a los
discípulos que había visto al Señor»
Hoy, en la figura de María
Magdalena, podemos contemplar dos niveles de aceptación de nuestro Salvador:
imperfecto, el primero; completo, el segundo. Desde el primero, María se nos
muestra como una sincerísima discípula de Jesús. Ella lo sigue, maestro
incomparable; le es heroicamente adherente, crucificado por amor; lo busca, más
allá de la muerte, sepultado y desaparecido. ¡Cuán impregnadas de admirable
entrega a su “Señor” son las dos exclamaciones que nos conservó, como perlas
incomparables, el evangelista Juan: «Se han llevado a mi Señor, y no sé dónde le
han puesto» (Jn 20,13); «Señor, si tú te lo has llevado, dime dónde lo has
puesto, y yo me lo llevaré»! (Jn 20,15). Pocos discípulos ha contemplado la
historia, tan afectos y leales como la Magdalena.
No obstante, la buena
noticia de hoy, de este martes de la octava de Pascua, supera infinitamente toda
bondad ética y toda fe religiosa en un Jesús admirable, pero, en último término,
muerto; y nos traslada al ámbito de la fe en el Resucitado. Aquel Jesús que, en
un primer momento, dejándola en el nivel de la fe imperfecta, se dirige a la
Magdalena preguntándole: «Mujer, ¿por qué lloras?» (Jn 20,15) y a la cual ella,
con ojos miopes, responde como corresponde a un hortelano que se interesa por su
desazón; aquel Jesús, ahora, en un segundo momento, definitivo, la interpela con
su nombre: «¡María!» y la conmociona hasta el punto de estremecerla de
resurrección y de vida, es decir, de Él mismo, el Resucitado, el Viviente por
siempre. ¿Resultado? Magdalena creyente y Magdalena apóstol: «Fue María
Magdalena y dijo a los discípulos que había visto al Señor» (Jn
20,18).
Hoy no es infrecuente el caso de cristianos que no ven claro el
más allá de esta vida y, pues, que dudan de la resurrección de Jesús. ¿Me cuento
entre ellos? De modo semejante son numerosos los cristianos que tienen
suficiente fe como para seguirle privadamente, pero que temen proclamarlo
apostólicamente. ¿Formo parte de ese grupo? Si fuera así, como María Magdalena,
digámosle: —¡Maestro!, abracémonos a sus pies y vayamos a encontrar a nuestros
hermanos para decirles: —El Señor ha resucitado y le he
visto.
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