Dame un poco de
tu tiempo
La enfermedad,
el dolor, pueden ser aislantes. El que sufre siente la tentación de encerrarse
en sí mismo, de guardar el dolor dentro de su alma, de no desvelar un secreto
que le pertenece a él, que no puede ser comprendido del todo por los otros.
Pero otras veces
la enfermedad nos impulsa a pedir ayuda. Sufrir en soledad no es nada fácil.
Sufrir con alguien nos permite sentir que en el dolor somos valiosos, que
nuestra incapacidad, nuestra pequeñez, nuestra nulidad, no resultan un obstáculo
para que otros nos cuiden, nos amen, nos apoyen.
Las manos de
muchos hombres y mujeres que sufren nos aprietan con firmeza. Nos piden una
parte de nuestra vida. El enfermo necesita amor, cariño, cercanía, a veces tanto
o más que una medicina, que una nueva dosis de calmante. El médico que sabe
acariciar la frente de sus enfermos, que les conoce, que les da no sólo su
ciencia y su técnica, sino su corazón, hace un bien incalculable. El enfermero o
la enfermera que peina a una anciana, que le ayuda a refrescarse la boca, que le
cuenta una historia del periódico o le pregunta por sus nietos, ofrece un
bálsamo profundo, que llega al corazón. El familiar, el amigo, que pasa horas y
horas junto al trabajador o al estudiante víctima de un accidente inesperado,
hace un gesto de amor y de cariño que sólo los que han sufrido saben apreciar en
toda su grandeza.
Es cierto que
vivimos en un mundo de prisas. Es cierto que tenemos mil cosas por hacer. Es
cierto que desde muy temprano hemos de luchar contra el tráfico, en medio de mil
tensiones y problemas. Pero también es cierto que somos más hombres cuando
podemos darnos al que sufre, para que su dolor no sea vacío, para que su pena no
lo hunda en la soledad, para que su angustia no lo lleve a la desesperación.
Cuando algún
enfermo nos apriete la mano y no nos deje ir, no tengamos miedo. Nos pide un
poco de tiempo, pero sobre todo nos pide un poco de amor. Nos ofrece también,
quizá sin saberlo, la oportunidad de ser un poco más buenos, de sentir lo
hermoso que es ser hombre cuando el amor se convierte en lo más importante.
Quizá incluso el enfermo sepa amarnos más de lo que nosotros le amemos.
Entonces, de un modo misterioso, nuestro dar se convierte en recibir. Los dos
somos así un reflejo de Dios, que supo amar sin buscar recompensa, que dio su
sangre en una Cruz porque nos quiso, que ha iluminado cada lecho de hospital con
un rayo de esperanza, con una lágrima de alegría. Lágrima de un enfermo y de un
sano que supieron dejar algo de sí mismos para vivir, generosos, buenos, junto
al que sigue allí, a nuestro lado.
Juntos a Jesús y
María