Cuando moría, me enlazó en su brazo cual un reptil de palpitante raso; y con voz afiebrada y lastimera, me dijo que cual última terneza, y en recuerdo de toda su belleza, me dejaba su blanca calavera... Que robara a la hambrienta sepultura, ese último jirón de su hermosura, que una lívida amante me sería, y en mis horas, alegres o de duelo, su alma, descendiendo desde el cielo, al través de sus cuencas me vería... Pasa el tiempo... El ave silenciosa del recuerdo voló sobre su fosa, llamándome a cumplir aquel pedido, que cual lúgubre flor de sus amores, me dejó en los postreros estertores, temerosa a los lutos del olvido. Y era una noche. Oscuridad y viento; la lluvia desgarrando el firmamento; batida en sus ramajes la espesura; los jardines tronchados y barridos; y del mar, el estruendo y los rugidos, resonando a lo lejos con pavura... Ardiente el corazón, los miembros yertos, escalé la muralla de los muertos; y pensando en la súplica postrera de esa lívida novia del Misterio, me perdí en el profundo cementerio, porque iba a robar su calavera. Por las calles desiertas y medrosas, buscando en los letreros de las fosas, llegué hasta su sepulcro solitario. El viento en los cipreses sollozaba, y la lluvia, furiosa, me azotaba, cual queriendo arrojarme del osario. De una lámpara sorda, bajo el brillo, su mármol quebranté con un martillo. Cual fatídico abismo, negro y hondo, de la tumba la puerta entenebrida abierta contemplé... De entre su fondo, brotó una bocanada corrompida! Y en lo profundo de la negra caja, entre blancos jirones de mortaja, la miré desleída y pestilente: sepultadas sus formas y sus manos, entre olas hirvientes de gusanos que tragaban su carne lentamente. En sus sienes, mechones de cabellos, sus ojos ¡ay! como ninguno bellos, convertidos en cuencas pavorosas; en su boca, que fue roja granada, una muda y horrible carcajada, y su pecho en piltrafas asquerosas... De su belleza, que radió cual astro, no había allí tan siquiera un rastro. Era un informe y corrompido andrajo. La miré contristado, mudo, inerte: medité en los festines de la Muerte, y me hundí en el sepulcro abierto a tajo. Temblorosas, tendérnosle mis manos al inmenso hervidero de gusanos. Busqué de la garganta las junturas: nervioso retorcí... Hubo traquidos de huesos arrancados y partidos... hasta que hollando vil las sepulturas. Huí miedoso entre las sombras crueles, creyendo que los muertos en tropeles, levantaban su forma descarnada corriendo a rescatar su calavera, esa yerta y silente compañera de la lóbrega noche de la Nada... Eso pasó... fue ayer... Hoy, en mi mesa, cual escombro final de su belleza, helada, muda, lívida e inerte, sobre mis libros en montón, reposa, cual una gigantesca y blanca rosa, _que ostentase la risa de la Muerte._ Sus grandes cuencas, como dos cavernas, me contemplan inmóviles y eternas. Atónito, al mirarlas, me figuro que su alma tal vez huya del Cielo, para triste, silente y con anhelo, mirarme allá, desde su fondo oscuro. Entonces con amor llego hasta ella, y cual si fuera, cuando viva y bella, por sus huesos, mi mano se desliza: siento de ansia el corazón opreso, y en el instante en que le doy un beso, me encuentro ¡ay! con su macabra risa. Y allá, de la alta noche, cuando escribo, ante su faz sintiéndome cautivo, me parece que se abren sus quijadas, y que en frases muy tiernas, temblorosas, me pide que le diga blandas cosas, como en noches amantes y borradas... Y soñando, la veo transformarse en la bella de entonces, y acercarse... y sentirme yo suyo... y ella mía... Más, al instante mi pupila advierte, que no es sino la imagen de la Muerte, que me contempla extática y sombría. Ya llevan mucho tiempo estos amores... Es ella quién conoce mis dolores, los sueños todos de mi vida entera... Ella me da la desnudez que viste, y yo el cariño de mi alma triste, teniéndola de novia hasta que muera. Y cuando rompa de la Vida el lazo, cual ella a mí, la enlazará mi brazo, y antes que en mi redor todo sucumba, le diré como frase postrimera: -Acompáñame, pobre calavera, acompáñame, amada, hasta la tumba!...