Este perfume intenso de tu carne no es nada más que el mundo que desplazan y mueven los globos azules de tus ojos.
Y la tierra y los ríos azules de las venas que aprisionan tus brazos. Hay todas las redondas naranjas en tu beso de angustia
sacrificado al borde de un huerto en que la vida se suspendió por todos los siglos de la mía.
Qué remoto era el aire infinito que llenó nuestros pechos. Te arranqué de la tierra por las raíces ebrias de tus manos.
Y te he bebido todo, ¡oh fruto perfecto y delicioso! Ya siempre cuando el sol palpe mi carne he de sentir el rudo contacto de la tuya
nacida en la frescura de una alba inesperada, nutrida en la caricia de tus ríos, claros y puros como tu abrazo,
vuelta dulce en el viento que en las tardes viene de las montañas a tu aliento, madurada en el sol de tus dieciocho años, cálida para mí que la esperaba.
Lejos y entre los árboles de la intricada selva ¿no ves algo que brilla y llora? Es una estrella.
Ya se la ve más próxima, como a través de un tul, de una ermita en el pórtico brillar. Es una luz.