La leyenda urbana del mendigo millonario
Lejos de ser simples relatos que pasan
de generación en generación para
alimentar películas de terror o para
que otros libros se nutran de ellas c
on fines de mero comercio, las
leyendas urbanas son, antes
que nada, creaciones colectivas que
nos advierten sobre supuestos
peligros que acechan desde las
sombras y desnudan miedos a veces
inconfesables y casi siempre innecesarios.
En realidad, detrás de muchas de esas
tramas siniestras se esconden
recomendaciones para que no
nos fiemos de ningún desconocido,
para que nadie se distraiga ni un momento,
para que no le demos ni la hora a ese
extraño que se nos acerca en la calle.
Es así que, por ejemplo, cada tanto se
escuchan historias de niños secuestrados
o de personas que fueron abusadas en
los hospitales con el solo fin de abrirles
el cuerpo para extirparles algunos
órganos que se convertirán en moneda
de cambio de traficantes sin conciencia.
Después de escuchar estas
fabulaciones, muchas personas se
niegan a donar sus órganos porque
temen que una conspiración de
médicos, enfermeras y contrabandistas
decidan matarlas para poder luego
cortarlas en pedacitos que serán vendidos
al mejor postor. Ante la duda, es mejor
negarle nuestra sangre el enfermo
necesitado que caer bajo un
bisturí asesino.
También es conocida la leyenda
urbana del hombre que, después
de una noche de amor con una mujer
de paso, se despierta para
advertir que la muchacha escribió
en el espejo del baño con lápiz de labio
–que debe ser necesariamente rojo-
un mensaje que dice “Bienvenido al
Club del Sida”. Otra vez la moraleja
de la historia nos invita a desechar la
posibilidad de confiar en personas extrañas,
por más que las noticias policiales
se empeñen en advertirnos que, si hay un
enemigo, lo más probable es que duerma
todas las noches en nuestra propia cama.
Cuando yo era chico, existía en el barrio
la leyenda de un hombre
inmensamente rico que, sin embargo,
solía disfrazarse de mendigo para
pedir limosna en la puerta de una iglesia
de la que nunca se sabía la dirección exacta. Existía la sospecha de que este camaleón
tenía serios problemas sicológicos
aunque no se descartaba la posibilidad
de que saliera a manguear impulsado
por una avaricia gigantesca; los vecinos
no reparaban en que la primera y la s
egunda opción eran la misma.
Ya más grande me enteré de que
esta leyenda urbana había hecho nido
en otras barriadas. Y supe que,
finalmente, su moraleja última anda hoy
invadiendo toda la sociedad. ¿Quién era ese millonario desalmado
contra el que nos advertían algunos vecinos?
Imposible saberlo. Podía ser cualquiera
de las personas sentadas en el umbral
de una iglesia; podía ser aquel viejo que
estaba allí tirado, pero también
aquel niño que estiraba la mano porque
¿quién nos podía asegurar de que este
sujeto despreciable no hubiera
mandado a los hijos a manguear en
su provecho?
¿Cómo estar seguros de que no seríamos
engañados por su locura avarienta?
Muy fácil: no dándole un solo peso
a ninguna de las personas que
mendigaban en el entorno de la nunca
identificada iglesia. No se necesita ser muy despierto
para darse cuenta de que la leyenda del
mendigo millonario ha perdurado y que,
con variaciones, sigue condicionando
la conducta de mucha gente.
Porque, según nos dicen los vecinos,
ese hombre que ahora nos pide una
moneda para comer, en realidad la
quiere para comprarse alcohol. Y,
ya se sabe, estos módicos canallas
suelen mandar a sus hijos a recorrer
las calles para que, al caer la noche,
les lleven a la casa unas monedas
que, por supuesto, serán gastadas en
vino y cigarrillos.
Los nuevos mendigos millonarios
han abandonado los portales de las iglesias,
acechan en cualquier esquina de la ciudad y
, para que el engaño no pueda ser descubierto,
se mudaron a los cantegriles.
Y que no nos digan que en realidad son
desarrapados que poco y nada tienen para
ocultar.
Que no nos vengan con esas historias
porque a nosotros, faltaba más, hace
ya mucho tiempo que no nos engañan
con leyendas urbanas de morondanga.
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