No discutas con un uribista, regálale un libro
Por Joaquín Robles Zabala
En el exterior, muchos no entienden que un señor con un largo prontuario de señalamientos
delictivos pueda tener vida política y ser elegido presidente de un país.
Los casi siete millones de votos obtenidos por Óscar Iván Zuluaga en los recientes comicios presidenciales demuestran en parte la gran aceptación que tiene aún el expresidente Álvaro Uribe entre una enorme masa de votantes colombianos. Demuestra que casi siete millones de compatriotas les ha portado un bledo las acusaciones que se le han formulado sobre los asesinatos extrajudiciales de campesinos disfrazados de guerrilleros, interceptaciones ilegales de teléfonos a periodistas y opositores políticos durante los ochos años de su gobierno, sobre la conformación de grupos paramilitares y sus estrechos vínculos con personajes oscuros, investigados por la Fiscalía y condenados por la justicia por tráfico de estupefacientes, masacres selectivas y desplazamiento forzado de miles de colombianos.
Desde el exterior, nadie entiende que un señor con un largo prontuario de señalamientos criminales pueda, en primera instancia, tener vida política y, en segunda, ser elegido presidente de un país democrático y reivindicado luego como senador de la República. Nadie entiende que la justicia colombiana no haya iniciado una verdadera investigación que permita aclarar su participación o no en dichos eventos que van en contravía de la Carta Magna de los Derechos Humanos y del Derecho Internacional Humanitario, firmada por todos los países que conforman la Organización de las Naciones Unidas.
Hace treinta años, Noam Chomsky, lingüista y activista político norteamericano, publicó un libro que lleva por título ‘El conocimiento del lenguaje’. En él, el reconocido lingüista volvía al viejo dilema planteado por Platón y George Orwell [1948], en el que el primero intentaba explicar cómo a partir de nuestras experiencias limitadas llegamos a conocer tanto del mundo y utilizar la naturaleza a nuestro servicio. El segundo pretendía darle luz al problema de cómo conocemos tan poco del mundo si disponemos de mecanismos y evidencias tan amplios como para alcanzar las estrellas.
El dualismo feroz en Colombia radica en que siendo un país inmensamente rico, tenga casi el 50% de su población sumida en la pobreza. El otro dilema me lo ha formulado un grupo de colombianos que reside en el exterior, lectores de esta revista, preocupados por la situación política que vivimos y que les resulta difícil entender cómo la justicia colombiana, teniendo tantas evidencias en torno a las denuncias que se le han formulan al expresidente, no haya podido sentarlo en el banquillo de los acusados. Y, por contrario, el Estado tenga que destinar 4 mil millones de pesos del presupuesto de los ciudadanos para su seguridad personal y la de su familia.
Las respuestas a estos dilemas se han intentado dilucidar desde la academia y la prensa, pero han resultado poco satisfactorias. Hace unos años, la Asociación Colombiana de Psiquiatría realizó un extenso estudio que le permitió llegar a la conclusión de que 4 de cada 10 colombianos sufría de algún trastorno mental que no le permitía actuar bajo los parámetros normativos sociales.
Cecilia Orozco Tascón, en un reciente artículo del diario El Espectador, intenta darle claridad a esta situación afirmando que Colombia padece de alzhéimer, una enfermedad que deteriora el sistema nervioso y lleva irremediablemente a quien la sufre a olvidar hechos trascendentales de su vida, hasta el punto de no poder recordar ni su propio nombre. Asimismo, hacía referencia a la expresión chomskiana de la “pedagogía política del miedo”, una estrategia empleada por los gobiernos seudodemocráticos del mundo para no llegar al uso violento y sistemático de la fuerza física y evitar así que los ciudadanos cuestionen abiertamente sus decisiones.
Para el lingüista estadounidense, esto se alcanza mediante el control del marco ideológico, a través del cual se les da a los ciudadanos la ilusión de que existe el derecho a discutir las decisiones del Estado. No obstante, aquellos que alzan verdaderamente su voz y cuestionan las medidas adoptadas por el sistema, son marginados y violentados, tanto en lo físico como en lo psicológico.
Son apartados, ninguneados, y se les instaura una campaña de desprestigio para restarles credibilidad a sus pronunciamientos. Para llevar a cabo esto, es necesario tener el control de los medios de comunicación, principalmente aquellos que están en manos del capital privado y que cuentan con cierto grado de credibilidad entre la población, ya que mantienen el rótulo de medios independientes.
Lo anterior, sin embargo, solo nos da parte de la respuesta a ese dualismo que vivimos, y apenas nos aclara algunas estrategias utilizadas por el caudillo, pero no nos dice nada del por qué no está preso.
Hace poco, recibí una nota de Jorge Iván Granada Velásquez, un humilde profesor que vivió gran parte de su vida en Chicago. Para él, la razón es sencilla: los Estados Unidos no lo desean porque el caudillo es un perro faldero de las políticas de Washington. Ha sido uno de los pocos mandatarios de la región que se opuso a las políticas “castro-chavistas” y el único gobernante latinoamericano en recibir a través de un programa de guerra como el Plan Colombia la suma de 800 millones de dólares para gastarlo en bombas y fusiles. Cree que, como todos los antiguos colaboradores del gran imperio, la CIA le tiene un extenso archivo de todos sus crímenes, el cual desclasificará cuando ya no lo necesite. Entonces, solo así, podremos verlo vestido de rayas, y probablemente extraditado al país del Norte, como ocurrió con el general Manuel Antonio Noriega.
E-mail: robleszabala@gmail.com
*Docente universitario.