Un abejorro grande de muchos colores y vagabundo andaba zumbando en la oscuridad,
cuando descubrió lejos una pequeña luz.
En seguida dirigió las alas hacia aquella dirección, y una vez que hubo llegado junto a la llama,
empezó a dar vueltas alrededor mirándola maravillado. ¡Qué hermosa era!
No contento con admirarla, quiso hacer con ella lo mismo que hacía con las flores olorosas:
se alejó, se giró y apuntando con coraje hacia la llama, le pasó encima tocándola con las alas.
Se encontró, aturdido, a los pies de la luz;
y se dio cuenta, con estupor,
de que había perdido una pata y de que la punta de las alas estaba toda chamuscada.
“¿Qué me ha sucedido?”, se preguntó.
No podía absolutamente admitir que de una cosa tan hermosa como aquella llama,
le pudiese venir algún mal; por lo tanto, después de haber recuperado un poco de fuerza,
con un golpe de alas se puso a volar.
Dio algunas volteretas.
Y de nuevo se dirigió hacia la llama para posarse encima.
Y en seguida cayó, quemado, en el aceite que alimentaba la llamita.
“Maldita luz”, murmuró el abejorro al terminar su vida.
“Creía encontrar en ti mi felicidad, y en cambio, he encontrado la muerte.
Por dejarme encandilar por tu luz he conocido tu naturaleza peligrosa”.
“Pobre abejorro”, respondió la llama.
“Yo no soy el Sol, como tú esperabas e ingenuamente creías.
No soy otra cosa que una llama; y quien no sabe usarme con prudencia, se quema las alas…”
(Leonardo da Vinci)
|