El agua deslíe la conciencia, una a una empapa las imágenes, se agitan sus reflejos, tiemblan sólo un instante sobre la herida. Nunca acabará la lluvia. En la memoria llueve, vuelvo a ver los charcos de la infancia, una manta empapada sobre vagas cabezas, y un rostro muy fugaz de mujer. Siempre estuvo lloviendo, los pájaros perdidos buscaban entibiarse en nuestra sangre. Aquella boca de tibia luna enmudecida y fría, sobre la yerba húmeda... ¿A dónde lleva el agua esas semillas?, ¿en qué mar desembocan?, ¿en qué madre germinan?, ¿acaso el alma es tierra y luego, ya en sazón, fructifican bajo el temblor de la memoria? Tocar el mundo con nuestras manos ciegas, y luego, en el recuerdo, otro mundo renace más intenso. Aquella mano posada sobre el tiempo, aquella frente con su gesto de arcilla, y este turbio afán del hombre por alzar su casa derruida bajo la tempestad, esta inquietud de abrir en las ondas de todos los regatos la entraña encendida del musgo. Sí, ¿en qué océano en qué lecho se vierten las palabras?, ¿qué muelles refugian a sus barcos? El cielo es agua quieta, y el polvo, y los vestigios que espejean y abrasan en su luz la conciencia. Náufragos todos bajo idéntico aguacero, peregrinos del sueño, creciendo sobre el pecho del tiempo, sosteniéndonos sobre la mano incierta de un dios que nos ignora.
MIGUEL FLORIAN
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