Corrían tiempo difíciles en aquel pueblo. En su época glorioso había sido conocida en toda la región por la hospitalidad y cordialidad de su gente, siempre dispuesta a acoger a los desconocidos con los brazos abiertos y con una enorme sonrisa.
Pero algo había fallado. Un día sus habitantes comenzaron a pelearse sin motivo aparente y pronto su amistad y la confianza se convirtieron en rivalidad.
El alcalde sentía una enorme tristeza al ver a sus vecinos tan descontentos, y lo peor era que sabía que por mucho que lo intentara no podría hacer nada para devolver la armonía y la paz a su pueblo. De hecho ya nadie quería visitar el pueblo. A nadie parecía importarle y poco a poco el pueblo se fue convirtiendo en una ruina.
Un día llegó un visitante al pueblo. La verdad es que parecía venir en una misión, como si supiera de antemano lo que iba a encontrar a su llegada. Fue derecho a ver al alcalde, que le recibió con esa mirada triste de la que era incapaz de hacerse. Pronto los dos se encontraron inmersos en una serie de conversaciones.
El alcande le habló largo y tendido sobre su desesperación y su temor de que el pueblo se desintegrara. El desconocido por su parte, le dijo que creía conocer la manera de redimir a sus habitantes y devolverles la camaradería y la felicidad.
- Por favor, dígame cuál es ese secreto que nos devolverá la sonrisa ? le rogó el alcalde.
- Pues mire, es muy sencillo ? le respondio el desconocido. Debe Ud. saber que uno de su de sus vecinos es, en realidad, el Mesías.
El alcalde no terminaba de creérselo, pero el desconocido lo había afirmado con tal autoridad que se vio obligado a concederle el beneficio de la duda.
El desconocido se fue y el alcalde no pudo evitar contarle a su mejor amigo el secreto.
Pronto el rumor comenzó a correr por el pueblo como la pólvora.
- ¡Uno de nosotros es el mismísimo Mesías! ¿Te das cuenta?, aquí, escondido entre nosotros, vive el Mesías ? decían los habitantes del pueblo.
En el fondo, los vecinos del pueblo eran gente bondadosa, ansiosa de obrar de buena fe en aras del bien común. Con sólo pensar que el Mesías estaba viviendo entre ellos, de incógnito, ya se sentían mucho mejor.
- ¿Será el panadero?- se preguntaban.
- ¿O será la mujer que cría gallinas y vende huevos.
- ¿O quizás la vieja abuelita Riley, que asusta a todos los niños del pueblo con sus múltiples y marcadas cicatrices?.
La expectación y la curiosidad de los habitantes del pueblo parecían no tener límites. Lo curioso era que con la visita del desconocido todo empezo a cambiar en el pueblo. La gente empezó a tratarse con reverencia. Vivían con un objetivo común, con la necesidad de buscar algo preciado juntos, sin saber jamás si el tesoro se encontraba delante de sus narices o en un lugar remoto.
En poco tiempo empezaron a llegar visitantes, llevados por el deseo de disfrutar del clima de felicidad y santidad que se respiraba. El desconocido nunca volvió a aparecer por el pueblo. Claro que ya ni falta le hacía, pues había cumplido con su misión.
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