Las circunstancias pueden cambiar del cielo a la tierra en un abrir y cerrar de ojos. Basta con acostarse a dormir para que la vida amanezca siendo otra.
O que lo diga el presidente Juan Manuel Santos, quien este jueves hacía maromas para agilizar los diálogos con la oposición mientras que el viernes, de madrugada,
estaba contestando una llamada telefónica en la que le notificaban ser el ganador del Premio Nobel de Paz.
Pero si se devolviera el reloj veinticuatro horas antes, era fácil advertir que Santos no aparecía en la lista de los favoritos. Según la Fundación del Premio Nobel,
este año había 376 candidatos, de los cuales 228 eran individuos y 148, organizaciones.
Los resultados adversos del plebiscito hacían más viables otras candidaturas. Los cascos blancos de Siria (Defensa Civil Siria o Difaa al Medani Suri, en árabe),
son un grupo de 2.500 personas de ese país que acuden al lugar donde ha ocurrido un bombardeo, intentando rescatar sobrevivientes, arriesgando la propia vida, de paso.
La organización Right Livelihood Award, que es una especie de Nobel alternativo, ya reconoció la labor de este grupo de personas.
Los refugiados, las muertes que acaecen a diario en el mar Mediterráneo (más de tres mil personas han muerto ahogadas en lo que va de 2016), la guerra en Siria
y las víctimas del terrorismo, han hecho surgir iniciativas civiles que hubiesen tenido todos los méritos para ganar un Nobel de paz.
El testimonio de Nadia Murad, una joven que pertenece a la minoría religiosa yazidí, de Irak, ha hecho posible visibilizar las violaciones y los vejámenes a los que son
sometidas las mujeres por parte del Estado Islámico. Nadia es hoy por hoy un sinónimo de resistencia que bien hubiese podido acceder al Nobel.
Los habitantes de las islas Griegas a las que todos los días llegan miles de refugiados venidos de las costas de Turquía –esos que no tienen de otra que ofrecerle la vida al mar,
como en una ruleta rusa- han aparecido en el mapa como unos verdaderos salvadores que hacen creer otra vez en la bondad desinteresada del ser humano.
Los griegos que viven en Lesbos, una isla del mar Egeo, la más cercana a Turquía, han tenido que lidiar con una crisis humanitaria que ni los mismos Gobiernos europeos
han asumido: rescatar vidas, proporcionar alimento, dar posada, dar clases a los niños. Lo básico. Lo más grande, al mismo tiempo. En esta categoría de civiles también
entraban rescatistas que lo han dejado todo por negarse a que haya más ahogados. También activistas como la rusa Svetlana Gannushkina, quien se ha convertido
en un símbolo de lucha por los derechos de los refugiados.
Edwuard Snowden también sonaba como un posible Nobel de Paz. Quien fuera analista de la Agencia de Seguridad Nacional (NSA), es el hombre que podría haber
encarnado una especie de héroe antisistema por haber puesto en jaque a Estados Unidos al revelar la manera metódica en que se espiaba a millones de ciudadanos en el mundo.
El Papa Francisco, su manera de acercar a los católicos con otras religiones, su insistencia por hablar de paz en conflictos que ya parecen no tener vuelta atrás,
el perdón que ha pedido por delitos cometidos por sacerdotes, los símbolos que usa en su manera de vivir para enseñar que la Iglesia puede ser más austera y
más dada a los pobres, también lo hacían un personaje fuerte para el galardón.
Pero el Nobel no fue un premio a una realidad, sino a un esfuerzo. Es un Nobel que tiene la función de rescatar una posibilidad que solo un día antes parecía
irremediablemente perdida: el de llegar a un acuerdo de paz con las Farc, pese a la polarización interna. Es como un impulso para que a Colombia le cambien las circunstancias del cielo a la tierra.