Así se vivió la firma de la paz en las calles de La Candelaria
“Llegaron las FARC”. Con una hora y media de antelación a que se levantara el telón del Teatro Colón, una numerosa caravana de camionetas blancas de vidrios polarizados atravesó el corazón del centro histórico de Bogotá, por la estrecha Carrera 4a. Los vehículos iban escoltados por varias furgonetas negras de la Policía y patrullas de motocicletas abriendo paso entre el trancón. A la altura de la Calle 10, o Calle de la Esperanza, como se conocía en las épocas en que las calles capitalinas eran bautizadas con nombre y no con un frío guarismo, la fila de vehículos descendió dos cuadras hasta llegar al Palacio San Carlos, sede de la Cancillería. Lejos de la vista de los curiosos transeúntes, y a varios metros del primer cordón de seguridad, se vio descender, de pantalón de dril y blazer, a quienes el país se acostumbró a ver de camuflado, refugiados en el monte.
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El barrio La Candelaria, donde Simón Bolívar pasó noches junto a Manuelita Sáenz, quien lo salvó de un intento de asesinato precisamente a pocos metros del Teatro Colón, por cuya puerta principal entraron los guerrilleros de las FARC, vivió unas horas agitadas. Las empedradas calles amanecieron acordonadas por la Policía, seis cuadras a la redonda del lugar del acontecimiento, la firma definitiva de la paz entre un gobierno colombiano y la guerrilla más longeva del mundo.
La esquina por donde giró la caravana de las FARC estaba atestada de cámaras de televisión y curiosos. Pocos invitados llegaron por ahí. Piedad Córdoba, la ministra de Trabajo, Clara López, y Antanas Mockus, recibido como un showman en un instituto universitario, cuyas clases se vieron frustradas por el acontecimiento. Aprovechando el desorden, y quizá motivados por el trancón, de las busetas y colectivos algunos asomaban la cabeza y aprovechaban para gritar, en su mayoría contra las FARC, el Gobierno y los medios de comunicación. “Ya nadie les cree”, decía un acalorado transeúnte
Los otros invitados, expresidentes y congresistas, llegaron por la Carrera 6a., detrás del capitolio, sin el mínimo contacto con el pueblo. Quizá sin medir las consecuencias, el alcalde de Bogotá salió del Palacio de Liévano y atravesó la Plaza de Bolívar por un costado, rodeado de sus guardaespaldas. Pero su figura no fue indiferente y allí, a pocos pasos de donde se levantó el campamento por la paz, muchos le dedicaron una sonora rechifla. El alcalde de Bogotá apenas levantó la mano y con estoicismo dio, probablemente, los pasos más acelerados de su vida.
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A las 11:25 se encendieron las pantallas gigantes y los parlantes en la otrora Plaza Mayor que apenas se cubrió un cuarto de plaza de personas, casi todas con una bandera o un pañuelo blanco en la mano. Muy pobre asistencia. Sonó el Himno nacional y con la pantalla en blanco se oyó una estruendosa ovación, pero en los parlantes. Eran los aplausos que en ese momento dedicaban los asistentes al Teatro Colón para recibir al presidente Santos, los negociadores del Gobierno, a Rodrigo Londoño y los del secretariado de las FARC, cuando se corrió el telón del escenario.
Fue el momento en que turistas y personas que pasaban la mañana soleada, sentadas en las escaleras de la catedral Primada, no aguantaron la curiosidad y se acercaron a la pantalla. Cuando Rodrigo Londoño, el jefe de las FARC, fue enfocado en la pantalla, un espontáneo se atrevió a gritar “asesino, asesino”. La gente no quitó los ojos de la pantalla, y esa, y ninguna otra manifestación en contra, alteró el ánimo, muy distinto al de los otros tres apretones de manos que antecedieron a este, el definitivo, que se prolongó por varios segundos, en medio de aplausos, más sonoros adentro del Teatro que en la Plaza, y en el que Santos y Timochenko intercambiaron gestos, una sonrisa, un suspiro, como quien dijera “casi que no”.
León Darío Peláez / SEMANA
Rodrigo Londoño, por lo menos, llegó con las cuentas claras del tiempo que el país tuvo que soportar. Siete décadas, medio siglo de guerra abierta, 33 años de procesos de paz, un lustro de debates en La Habana, el desencanto del 2 de octubre y una semana de esfuerzo descomunal para alcanzar el mayor consenso posible.
Mientras las palabras del jefe de las FARC eran seguidas con atención y en un silencio sepulcral en las plateas y palcos del Teatro Colón, en la Plaza de Bolívar fueron ‘interrumpidas’ con aplausos y hasta gritos cariñosos como el de “Viva Timo”. Cuando mencionó a las mujeres y a los LGTBI, la plaza vibró; cuando recordó a los estudiantes que salieron a la calle después del plebiscito; cuando agradeció al campamento por la paz; cuando invitó a la protesta contra las malas administraciones; cuando pidió parar los asesinatos a sindicales, víctimas, líderes reclamantes de tierras, y hasta cuando propuso un gobierno de transición que incluya a todos los que han trabajado por la paz, que tenga el objetivo exclusivo de comprometerse a la implementación de los acuerdos de paz. Pero sobre todo, cuando reiteró su solidaridad con todas las víctimas del conflicto, de cualquier orilla, y la petición de perdón a los que sufrieron por culpa de las FARC. “Que la palabra sea la única arma que nos permitamos usar los colombianos”, una nueva ovación.
Cuando el presidente Santos se paró frente al micrófono, la plaza trató de guardar silencio. Pero el discurso del mandatario se hizo largo y no trajo mayores emociones, por lo que muchos siguieron su camino y los del campamento empezaron a entonar canciones a la paz. Las únicas ovaciones que arrancó Santos fue cuando anunció el Día D, la próxima semana, cuando el Congreso refrende los acuerdos. Se levantaron las banderas blancas y empezaron a ser ondeadas. Era la promesa de que el fin de la guerra, la dejación de armas, el tránsito de la guerrilla a la vida civil está a muy pocos días.
Las pantallas se apagaron después del baile folclórico con el que se selló la firma del nuevo acuerdo. La mayoría cogió su camino, otros intentaron armar una fiesta muy difícil de encender, cuando los nubarrones ya habían ocultado el sol, y amenazaban con traer un aguacero de esos a los que los capitalinos ya están acostumbrados por el mes de noviembre.
Peñalosa, presuroso, como si quisiera ganarle al chaparrón, fue el único que se asomó por la Plaza de Bolívar, el camino más corto hacia su despacho. Pero se volvió a hacer largo. Lo chiflaron, le gritaron y hasta le tiraron un helado que tuvo la puntería de golpear su cara.
Hace unos años, la BBC de Londres, en un reportaje, calificó al Teatro Colón como “uno de los ocho teatros más asombrosos del mundo”, según se lee en las vallas del lote donde se va levantar la tercera etapa del teatro. Este 24 de noviembre fue el escenario de la firma del nuevo acuerdo de paz, el que promete, definitivamente, poner punto final a la guerra, que por lo menos, se ve más cerca, después del acto de fe en el escenario del Teatro Colón, que generó menos expectativas que aquella firma de Cartagena de Indias, que dejó de ser el día señalado por la historia. Sólo el balígrafo repitió protagonismo, volvió a estar en la mano izquierda del presidente Santos y en la derecha del jefe de las FARC, para firmar la paz.