Prodigando sonrisas que aplausos demandaban, apareció en la escena, alta la frente, soberbia la mirada, y sin ver ni pensar más que en sí misma, entre la turba aduladora y mansa que la aclamaba sol del universo, como noche de horror pudo aclamarla, pasó a mi lado y arrollarme quiso con su triunfal carroza de oro y nácar. Yo me aparté, y fijando mis pupilas en las suyas airadas: —¡Es la inmodestia! —al conocerla dije, y sin enojo la volví la espalda. Mas tú cree y espera, ¡alma dichosa!, que al cabo ese es el sino feliz de los que elige el desengaño para llevar la palma del martirio.
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