No hay que ser psicoanalista para entender que por las palabras se descubren los temores, las esperanzas, las realidades y, en fin, la esencia de la dimensión emocional de las personas. Nada habla tan claro de la vida oculta e interior de un individuo como los actos verbales que surgen espontáneos ante estímulos específicos de la realidad cotidiana.
En verdad, los individuos se hacen esclavos de lo que dicen y parece inevitable que el lenguaje revela al hombre en sus más complejos y escondidos pliegues afectivos o psíquicos.
Un individuo acosado por determinadas preocupaciones o temores existenciales no podrá impedir que en sus actos verbales se presenten, directa o indirectamente, referencias evidentes a ese mundo interior que, si bien parece lleno de sombras, se clarifica plenamente como efecto primario de los actos verbales que se efectúan de manera espontánea o llevado por las emociones más que por un ejercicio de la razón.
Es lo que le está ocurriendo al senador Álvaro Uribe. El temor de una derrota electoral lo tiene al borde de la desesperación y esta lo ha llevado a decir o escribir las cosas más impertinentes y descomedidas que nunca antes han sido dichas por quien haya tenido la dignidad de ser presidente de la República. Este hombre que en muchas ocasiones ha pretendido ser dueño de un gran dominio personal y que incluso ha hecho alarde de serenidad augusta ante crisis de consideración, ha perdido ahora los estribos ante lo que se vislumbra ya como una derrota brutal de su candidato en las próximas elecciones y un derrumbamiento casi definitivo de su poder político.
Sus palabras, más que revelar una supuesta inteligencia superior, lo que ponen en evidencia es a un hombre desencajado y abatido por una realidad frente a la cual queda imposibilitado para cualquier ejercicio de comprensión superior o, al menos, de aceptación inteligente.
La neurosis es un padecimiento que conlleva la distorsión del pensar racional y la prevalencia de cierto tipo de angustia que separa al individuo o que lo aleja de su adecuado funcionamiento en el ámbito social. Como este trastorno no permite al sujeto racionalizar el problema que padece, surgen mecanismos de defensa como la negación y la proyección, entre otros, que consisten, el primero, en negar enfáticamente la realidad y, el segundo, en atribuir o proyectar sobre otros la responsabilidad de las condiciones en que se da o se presenta la realidad que lo lastima.
Los mensajes que ha hecho públicos en los últimos días el expresidente Uribe (el de los “buenos muertos” y el de los profesores como calumniadores) además de ser evidentemente malintencionados son reflejo de una honda angustia que se le ha tornado inmanejable. De nada han valido las supuestas rectificaciones o aclaraciones que ha intentado hacer cuando, pasada la calentura que originó la conducta, o por advertencia de alguien cercano, ha racionalizado, ya tarde, el alcance que han tenido y los daños que han causado sus palabras. Toda aclaración, en el caso de la neurosis, es un simple remiendo que hace mayormente visible la desadaptación social del sujeto; la rectificación conlleva el efecto, escondido pero intuible, de que el individuo está aceptando haber incurrido en un equívoco inaceptable socialmente el cual él mismo criticaría con vehemencia en caso de haber sido cometido por otro. Es decir, la neurosis tiene un principio de contradicción muy complejo consistente en descalificar en otros las conductas que en uno mismo se consideran, al menos inicialmente, legítimas y justificadas.
Ahora bien, todo trastorno de este tipo es originado como respuesta a una crisis de realidad; nada sale de la nada y todo acto mental tiene un correlato en el mundo histórico o cultural. El candidato de Uribe es un muchacho neófito e incapaz de soportar tanta presión y tanta crítica en un evento tan desgastante como una campaña presidencial. El error de lanzarlo a tan procelosa aventura fue la primera señal que dio Uribe de la angustia que lo embarga ante la posibilidad de perder el escenario político que ha construido en su vida. Se requería otro tipo de respuesta —por ejemplo buscar un candidato más experimentado, competente y avezado en las sórdidas aventuras de la política—. El error estuvo en pensar que un candidato, en cierto modo joven e ingenuo, era más fácil de acomodarlo a sus propósitos de poder. Lo peor fue que la ambición cegó al joven candidato y terminó por creerse el cuento desperdiciando sus posibilidades futuras de alcanzar la presidencia con una madurez mayor. Ahora, solo después de estar enredado en el berenjenal de la campaña, descubrió que se enfrentaba a un dilema: por una parte, actuar con su moderación natural en la campaña por la presidencia o, por otra, plegarse al estilo exaltado, pendenciero y atrevido de Uribe. Y este papel imposible entre ser sí mismo o ser muy otro, un obediente discípulo que no puede hacer suyo el encargo del maestro, ha empezado a mostrar sus grietas.
Los cada vez más pesimistas datos de la campaña, como consecuencia de los deslucidos y desgastantes alegatos con sus rivales; las letárgicas y aburridoras manifestaciones en instalaciones pequeñas de algunas ciudades o poblaciones intermedias a falta de grandes multitudes que lo acompañen; el malestar que le han causado a la campaña las protestas en directo durante estas escuálidas manifestaciones públicas y, principalmente, el terror que les están generando las apoteósicas y multitudinarias manifestaciones —esas sí— que está llevando a cabo todos los días en ciudades y pueblos de todo el país el candidato Gustavo Petro, todo ello ha llevado a un pánico general que las huestes del Centro Democrático no han sabido ni comprender ni mucho menos manejar. Esto se ve reflejado en las encuestas que por más direccionadas que puedan estar no revelan la realidad: la realidad es una crisis insuperable al interior del partido y una fragilidad total frente a la envergadura argumentativa y a la pavorosa seguridad de un Gustavo Petro que está llevando a cabo una campaña política tan prodigiosa y henchida de muchedumbres como no se había visto desde Gaitán en este país.
Sin duda que el Centro Democrático debe revisar en profundidad sus estrategias de campaña o pronto quedará relegado de cualquier opción. Algunos, allí, parecen saber la gravedad de la crisis pero no pueden coordinar acción alguna que los saque del atolladero. De nada les valió la estratagema de desaparecer o atenuar el papel de personajes de ultraderecha como el exprocurador Ordóñez, la señora Cabal o Paloma Valencia en su campaña y simular un pliegue democrático del que, en el fondo, se carece. Parecen, en estos momentos cruciales, un ejército que inicia su desbandada, arrastrado por el pánico y con un líder que en el momento en que mayor solidez, equilibrio y lucidez debió tener, lo que hizo evidente fue su total indefensión y confusión anímica. Sus votantes más lúcidos los están abandonando y se están yendo hacia otros lados; entretanto, los estudiantes, a los que los profesores enseñan a pensar, pues ese es su deber maravilloso y noble, y los votantes de opinión, que son millones en este país, se están pasando como una tempestad a engrosar las inmensas e incontenibles masas que siguen a Petro.
El ánimo empieza a quebrarse en sus filas y la peor opción que tienen es entrar en la desesperación de la agresividad verbal; porque de nada valen las rectificaciones cuando el desenfreno en el lenguaje deja entrever los oscuros pliegues del fascismo que se esconde siempre en este tipo de comportamientos desesperados. Eso siempre ha sido trágico para este país.