Tenía todo el tiempo del mundo ocupado. De hecho, le faltaban horas
a los días para que ella pudiera hacerlo todo.
Siempre estaba rodeada de gente pero se sentía sola y triste.
No acababa de sentirse bien.
Era como si algo no encajara en el puzzle de su vida.
Una noche, en la media hora que tenía entre las clases de la universidad
de la tarde y el curso de danza de la noche, mientras calentaba
un plato de sopa que le había sobrado de la noche anterior, su cabeza
le pidió escribir una llamada de auxilio:
Querido desconocido, vayámonos.
Secuéstrame de mi aburrida rutina diaria.
Ayúdame a salir de esta espiral de endulzada mierda cotidiana.
Sácame de la mediocridad de mi insulsa vida cortada
por el mismo patrón que otros tantos millones de seres humanos.
Llévame a un lugar distinto. Donde todo sea más sencillo.
Donde no me sienta una extraña. Donde pueda, simplemente, ser yo.
Completa y llanamente como soy.
Nada más y nada menos. Libre.
Ahórrame las hipocresías, las mentiras piadosas o sin piedad,
la incomprensión, la falsedad, la decepción.
Quita todo eso de mi vista, de mi vida.
Bórrame la memoria. Elimina todos mis recuerdos, no quiero ninguno.
No me hace falta ninguno.
Tíralos a la basura del olvido más absoluto.
Quiero empezar de nuevo. Necesito empezar de nuevo.
El pasado no me llena y el futuro que dibuja mi existencia
carece de ilusión.
Apreciado desconocido, por favor, crúzate en mi vida.
Secuéstrame y escapémonos sin rumbo fijo hacia algún lugar lejos
de aquí...
ahora mismo.
No sé a qué coño estás esperando para conocerme.
Me estoy cansando de esperarte.
Y, dobló la hoja de papel, la metío en un sobre negro que le había sobrado
del último regalo que había organizado para el 30 cumpleaños de un amigo y,
en el buzón de correos, justo delante de la boca de metro que la llevaba
a las clases de baile, la tiró rápidamente y sin mirar por la ranura vieja
y oxidada de metal amarillo desconchado.
Aquella noche, la clase de baile le salió especialmente bien. Su expresividad fluia
por su cuerpo como un río de sensaciones entrelazadas.
Apenas controlaba sus movimientos pero se sentía liberada y
lo transmitía con cada pulsación.
Sudó más que ningún otro día. Así que, antes de volver a casa,
al acabar la clase, se metió en la ducha agotada tras descargar
toda la energía que había podido durante la sesión.
Aún con el pelo mojado y en pleno invierno, quiso salir a la calle para
ir al metro y volver a casa.
Deseaba tumbarse en el sofá y quedarse dormida plácidamente
con cualquier serie que dieran de capítulos repetidos.
Así que se puso el gorro de lana, dejándolo empapado con su melena morena
todavía regalando gotas de agua al abrigo negro que le había regalado
su abuela años atrás para un cumpleaños.
En el metro no había mucha gente, como de costumbre a esas horas
de la madrugada de un martes.
Al salir en la parada más cercana a su casa, Alex reparó en el buzón
de correos y recordó la carta que había tirado dentro hacía poco más
de un par de horas, sin ninguna esperanza :
A : Querido desconocido, donde quiera que estés.
De: Tu desconocida, desde mi pequeño piso de alquiler en alguna parte.
Y sonrió... por lo absurdo de su acción.
En la televivión no daban nada interesante, así que bajó el volumen
lo justo para quedarse dormida lentamente en el sofá,
debajo de una montaña de mantas porque se le había estropeado
la calefacción y el desgraciado del casero no la había arreglado aún.
A la mañana siguiente, después del café de costumbre y medio dormida
todavía, Alex comenzó una jornada frenética más.
Al acercarse a las escaleras de la estación de metro reparó en un papel
negro arrugado y tirado en el suelo.