Este 11 de enero se cumplen 40 años de la desaparición física de Celia Sánchez Manduley, “la tía” como muchos decíamos cariñosamente cuando hablábamos de ella. Falleció cuando le faltaban cuatro meses para cumplir 60 años de edad. Nos abandonó tempranamente cuando la seguíamos necesitando, pero realmente no se fue.
Muchos aseguran que, como las personas buenas no mueren, ella aparece entre las flores, los helechos arborescentes o las chinas pelonas de los arroyos de la Sierra.
Su recuerdo queda en las muchas obras que aún conservan su impronta, en la belleza de los detalles que sugería a arquitectos e ingenieros, que luego las hacían suyas. El Parque Lenin, la Casa de los Cosmonautas o el Palacio de las Convenciones, lo atestiguan.
Se le ha hecho un monumento en su natal provincia, bello por cierto, como si ella misma lo hubiera diseñado, se reproduce su foto en nuestros medios masivos, cuando se relata alguna actividad de Fidel, pero muchos de los que la conocimos le tenemos reservado un modesto monumento en nuestros corazones que nos la recuerda no solo en días como este, sino constantemente.
Cuando Batista hipócritamente edificaba el monumento al Apóstol en la capital, ella con su padre, en el año y día de su centenario colocó en la cresta del pico Turquino un busto de Martí, que desde allí oteaba el horizonte como reclamando la conclusión de su obra, mancillada por el tirano. Pocos de los guerrilleros que después combatieron allí o los miles de jóvenes que llegaban fatigados a su cima después de convertirse en Cinco Picos, conocían que ese monumento fue obra suya.
Ella no supo entonces que meses después, ese mismo año, en Santiago, un centenar de jóvenes iniciarían el intento de reivindicarlo, inmolándose en el cuartel Moncada. Tampoco imaginó que volvería a aquella cúspide acompañando al líder de los moncadistas, vestida de verde olivo, como primera guerrillera con un fusil colgado en su tierno hombro de mujer.
Con el humanismo que heredó de su padre y la sensibilidad de la madre, organizó con los nombres de Norma, Aly, Carmen, Liliana o Caridad, la base de apoyo del incipiente movimiento guerrillero, creciendo ella misma con el vigor incontenible de esa fuerza y convirtiéndose en la sencilla e insustituible Celia, con cuyo nombre la ha eternizado nuestro pueblo. Armando Hart afirmó en su oración fúnebre que “será imposible escribir la historia de Fidel Castro sin reflejar a la vez la vida de Celia.”
Después de la victoria de enero de 1959 prosiguió, con idéntica sencillez y sensibilidad, alejada de publicidad y ostentaciones, su trabajo de apoyo a toda la obra generada por Fidel.
Tuvo tiempo para recopilar una detallada documentación de la lucha revolucionaria, que sentó cátedra y promovió seguidores y que ha enriquecido preservándola la historia de la Revolución Cubana.
Con su flor predilecta, la mariposa, adornando a veces su cabello o entre los dedos, como mujer delicada y tierna que era, estaba atenta y alerta a todo.
Como dijera su colaboradora Nelsy Babiel, “Celia estaba en todo y no aparecía en nada; evadía las entrevistas para evitar que se resaltara su obra. Su maternal preocupación por cada compañero, por cada familia campesina, en los días de la lucha guerrillera, se extendió, tras la victoria, a su pueblo. Todos confiaban en ella y ninguno fue defraudado.”
Tuve el privilegio de verla con frecuencia cuando me designaron en 1960 al frente del Instituto Cubano de Amistad con los Pueblos, ICAP, que cumplirá en este 2020 sus sesenta años.
En la base de ese organismo está su mano delicada, su sugerencia oportuna, su alerta temprana y su pupila protectora. Sigue inspirándolo con su ejemplo.
El Comandante en Jefe, en la primera década visitaba con frecuencia el ICAP, me hacía acompañarlo a un hotel o residencia a ver un dirigente extranjero o una delegación. También se presentaba de improviso en el recorrido que hacían esos visitantes por alguna obra de la revolución para conversar con ellos. En esas ocasiones “chequeaba” mi trabajo, reiteraba lo que esperaba lograr del ICAP, me daba indicaciones, me hacía críticas o atendía solicitudes que le hacía, así, sobre la marcha.
Celia era la persona que con dulce pero firme trato venía después a controlar el cumplimiento de lo que me hubiera indicado o a comunicarme la solución que Fidel orientaba sobre algún asunto que le hubiese planteado. Siempre, sin falta, me daba sugerencias y consejos. La asocio, pues, al nacimiento y desarrollo de esa institución.
De esos recuerdos no olvido que la primera vez que fue al ICAP me dijo Usted delante de todos. Hasta ese momento nadie me había llamado de ese modo. Yo la traté de tú, no por falta de educación sino porque inspiraba confianza y ella, imperturbable, persistía en el trato de Usted que mantuvo siempre después.
Cuando se retiró me quedé pensando y lo que me vino a la mente fue que por alguna razón quería establecer una barrera y la causa pueril que imaginé era que no le caía bien por algún motivo.
Muchos años después, cuando estaba de embajador en Argelia, la visité en la calle Once donde residía modestamente, pues se había empeñado, con esa preocupación constante por todos, en que continuara mis estudios universitarios interrumpidos por la lucha clandestina y me había matriculado, sin yo saberlo, en el curso que ella inició en la Escuela Superior del Partido Ñico López, enviándome por la valija las notas mecanografiadas de las clases a las que ella asistía. Ante mis argumentos de la complejidad de estudiar de ese modo me retaba, con su ejemplo, siguiendo el curso, a pesar de ser abogado y tener obviamente mayores complicaciones que yo.
Le recordé aquella ocasión en que me había dicho Usted por primera vez y las tonterías que pensé entonces. Se rió mucho y me explicó la influencia de su padre en la formación de esa forma de tratar a las personas a las que se les debía evidenciar respeto.
Cuando le dije que en esa época yo era un joven inexperto y no un personaje importante, me respondió que en efecto era muy joven, pero que estaba investido por la Revolución de una autoridad que era necesario reforzar y eso hacía. Me dio otra lección esa vez de que sus acciones siempre tenían un objetivo.
Cuando me gradué por fin de Licenciado en Ciencias Sociales ya había fallecido; no pude agradecerle su estímulo para lograrlo o volver a escuchar que me tratara de Usted, pero una mañana soleada fui al cementerio con un ramo de mariposas y mi título, y conversé allí a solas con ella.
Este 11 de diciembre iré de nuevo al cementerio con mariposas o sin ellas si no las encuentro, a lo que he convertido en mi anual conversación con ella a solas.