Foot cover de Noticia Autor: Juventud Rebelde Publicado: 11/01/2020 | 10:17 pm
Conmemorar un siglo del nacimiento de Federico Fellini trae a la memoria el universo de un cineasta para quien el séptimo arte era también «circo, carnaval, parque de diversiones, competencia, juego de saltimbanquis». El artista era, para él, aquella persona que, llamada por el demonio, no podía permanecer sorda. En sus intentos por explicar la naturaleza de algunos de los motivos recurrentes en su creación, a veces confesaba que creía ser un payaso augusto y otras que prefería imaginarse como un clown blanco.
En una oportunidad afirmó que de no haber existido el cine y si no se hubiera encontrado con Rossellini, habría sido director de un gran circo. Llegaba a tal extremo su fascinación por ese mundo, al que atribuía carácter profético y anticipador de su vocación, que desde siempre alimentó la leyenda de que en su niñez cierto día se fugó de su casa para seguir a uno que acampara en su Rímini natal. Nunca se molestó en desmentirla: le hubiera gustado muchísimo que fuese verdad.
Si Amarcord fue en su memoria personal la liquidación de la atmósfera de su ciudad, Los payasos (I Clowns), resultó u na suerte de ajuste de cuentas con el circo y con todas las historias que se inventara sobre esa experiencia de vida que trascendía la misma carpa plena de aplausos, trompetas, luces y redobles de tambores.
Basta ver unas pocas fotos de Santos y Artigas, los empresarios cinematográficos cubanos devenidos cirqueros, para rememorar aquel abuelo de Julieta de los espíritus, provisto de un bigote tan enorme como su sombrero, que decide escapar con la blonda amazona de quien se enamorara en la pista de un circo y, perseguidos por sus desesperados familiares, huyen en un aeroplano.
Intentar describir los pasos de estos pioneros en el cine trae consigo la fanfarria de La marcha de los gladiadores o la partitura con la cual Nino Rota coronó la secuencia final de Ocho y medio: con un látigo en una mano y un megáfono en la otra, Guido, el alter ego felliniano, reúne en un desfile final con toda la compañía a la troupe integrada por sus personajes reales e imaginarios.
Fotograma de La Strada, película italiana de 1954 producida por Dino De Laurentiis y Carlo Ponti, dirigida por Federico Fellini.
Dibujante, periodista, guionista, Fellini, nacido el 20 de enero de 1920, es ante todo un narrador y un poeta. Había colaborado en muchas cintas destacadas del período neorrealista antes de abordar la realización a la sombra de Alberto Lattuada, de Luces del Varieté (1950), que antecede a su debut en solitario: El jefe blanco (1952).
Tras Los inútiles, llegaría a La Strada (1954), que le consagra mundialmente, y le proporciona, entre otros galardones importantes, dos premios en el Festival de Venecia y un Oscar en Hollywood. Toda su capacidad poética se halla en esta obra memorable y en sus personajes, llenos de ternura y piedad, con un estilo lírico con el cual expresa sus propios recuerdos, perenne fuente de los temas de sus filmes.
La trampa (Il bidone) y Las noches de Cabiria confirman la revelación felliniana. Lo que puede parecernos insólito y excesivo no es más que el descubrimiento de un hombre sensible que sabe ver la realidad circundante con cierto espíritu crítico. Tal vez por eso, fingió asombro ante la acogida de La dulce vida, que justamente probaba que la finalidad se había alcanzado y dividió su obra en un antes y un después.
El relato dramático de La Strada y Las noches de Cabiria, con su sencillez narrativa, es sustituido por el fresco panorámico de La dulce vida y Ocho y medio, que contrastan por su malabarístico rejuego formal.
Dos de los grandes actores con los que solía trabajar, Giulietta Masina y Marcello Mastroianni en Ginger y Fred
Este creador integral elabora sus películas de pies a cabeza: escribe el guion, dibuja los decorados y elementos del vestuario y maquillaje, se sienta tras la cámara con un ojo pegado al visor, busca los tipos físicos exigidos por el argumento, selecciona las voces para doblar a sus artistas, supervisa la música y, finalmente, interviene en la edición. Según algunos, es el único director que «piensa con una mente de 35 mm».
Condenado como un falsario por unos y aplaudido como un genio por otros, es una de las figuras cimeras de la historia del cine. La crítica señaló a la obra felliniana un profundo carácter autobiográfico, pero es portadora también de una pintura de su sociedad y su tiempo. Se distingue por la recurrencia de determinados temas que confieren a su filmografía una línea de continuidad, en la cual cada película refuerza y enriquece su personal visión del mundo y los seres recreados por él.
La retrospectiva
Hasta el 31 de diciembre, día por día, siempre a las 5:00 p.m., el cine 23 y 12 exhibe una película de este ciclo nombrado ¡Señoras y señores: Federico Fellini cumple cien años!, compuesto por las obras: Luces del varieté, codirigida con Alberto Lattuada (1951); El jeque blanco (1952), Los inútiles (1953), El amor en la ciudad, dirigida además por Michelangelo Antonioni, Alberto Lattuada, Carlo Lizzani, Francesco Maselli, Dino Risi y Cesare Zavattini (1953); La Strada (1954); Almas sin conciencia (1955); Las noches de Cabiria (1957).
Coproducciones entre Italia y Francia, de los 60 son: La dulce vida (1960), Ocho y medio (1963), Julieta de los espíritus (1965); Historias extraordinarias, codirigida por Louis Malle y Roger Vadim (1968); y Fellini Satyricon (1969), nominada al Oscar y por el Círculo de Críticos de Nueva York al mejor director y al Globo de Oro a la mejor película extranjera.
Estreno en Cinemateca son los documentales Federico Fellini filma y ¡Ciao, Federico!, los cuales se suman a Los payasos (1971), Roma (1972), Amarcord (1973), Casanova (1977), Ensayo de orquesta (1978), La ciudad de las mujeres (1980), Y la nave va (1983), Ginger y Fred (1985), Entrevista (1987) y a La voz de la luna (1989).