Estos hombres y mujeres a los que hoy damos honrosa sepultura
en la cálida tierra que los vio nacer,
murieron por los más sagrados valores de nuestra historia
y de nuestra Revolución[1].
Aquel 7 de diciembre, hace treinta años, a lo largo y ancho del país todo un pueblo se vestía de miliciano, y en hombros de sus mujeres y hombres, los restos mortales de nuestros combatientes internacionalistas eran depositados en los vehículos que les trasladarían hacia sus nuevas trincheras, en las que descansarían eternamente, y donde, desde entonces, las generaciones actuales y venideras les rendirían sincero y merecido tributo de recordación.
Los restos de nuestros hermanos caídos habían comenzado a llegar a la tierra que los vio nacer, el 27 de noviembre. Los últimos quince, en representación de igual cantidad de años de haberse iniciado la Operación Carlota en Angola, habían partido desde Luanda el 4 de diciembre.
Consciente de la solemnidad del momento histórico, con mi cámara fotográfica en ristre, ocupé un puesto entre los primeros, en una posición que me permitiera abarcar todo lo que ocurriría en el Museo de La Revolución, uno de los sitios escogidos en la capital para rendir el postrer homenaje a nuestros héroes.
Con un nudo en la garganta, contemplaba a través del visor rostros serios, y lágrimas en los ojos de hombres, mujeres y niños. Una y otra vez operé el obturador. Las escenas, aún conmueven mi ser. Un joven soldado, vistiendo aún el uniforme de enmascaramiento que le identificaba como combatiente internacionalista, observaba fijamente con la mirada perdida en los recuerdos. ¿Cuántos pensamientos pasarían en esos instantes por su mente? ¿Cuántos pasaron por la mía?
Los del soldado internacionalista de referencia nunca los supe, pero entre los míos, el recuerdo de Emilio González Rivas, aquel mulato de la amplia y ruidosa sonrisa, piloto de helicóptero y el de Orlando Sotomayor, ambos mis compañeros, caídos en el cumplimiento del deber internacionalista en Angola; el de aquella noche triste cuando asistíamos en el cementerio de la Misión Militar Cubana en Angola al sepelio de los caídos en Cangamba; el de Estevanell, Tenjido, Ulises, Arturito, Urtate, Santelices, héroes de Tropas Especiales del Ministerio del Interior y el de tantos otros.
La ceremonia nacional de despedida de duelo de los 2 289 hijos de nuestro pueblo caídos durante el cumplimiento de misiones militares y civiles, de ellos 2 016 en la República Popular de Angola[2], se realizaba en horas de la mañana de ese día 7 de diciembre, coincidiendo con el 93 aniversario de la caída en combate de uno de nuestros más insignes soldados, el mayor general Antonio Maceo Grajales y en el lugar donde reposan sus restos y los del capitán Francisco Gómez Toro, su ayudante: el hijo del General en Jefe del Ejército Libertador, Máximo Gómez.
En la solemne ceremonia, hicieron uso de la palabra el Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz[3] y el entonces Presidente de la República Popular de Angola, José Eduardo Dos Santos. Al concluir la misma, simultáneamente, en todos los rincones del país se daba sepultura a nuestros caídos.
El 7 de diciembre asumía para los cubanos un nuevo significado. Ese día sería en lo delante de recordación para los cubanos que dieron su vida en defensa de los nobles principios de la solidaridad militante. De ese modo, el patriotismo y el internacionalismo, dos de los más hermosos valores que ha sido capaz de crear el hombre, quedaban unidos para siempre en la historia de Cuba[4].
¡Gloria eterna a nuestros héroes y mártires internacionalistas!
- Genaro E. González Rivas (Emilio)
- Jorge Luis Estevanell Díaz
- Antonio Tenjido González
- Jorge Miranda Landeiro (Ulises)
- Arturo Puig Ruiz de Villa (Arturito)
- Badel Urtate Ortiz
- Néstor Martínez de Santelices