Por J. A. Téllez Villalón
A Cuba y Venezuela, no solo las unen orígenes, tránsitos
descolonizadores y resistencias cruciales a la apetencia imperial,
también el común enfrentamiento a poderosos odios interconectados.
Odios a lo diferente, heredados y reactivos, contra su “plebe
insolente”, empeñada en romper históricas dominaciones, dependencias y
ordenamientos excluyentes, impuestos en los dos países por las
oligarquías locales coligadas a las hispanoamericanas y
estadounidenses.
Frente a estos odios, comparten un acervo ético, de raíces cristianas,
evidenciado en el comportamiento político de los libertadores Simón
Bolívar, Antonio José de Sucre, Antonio Maceo y José Martí. Ratificada
en el mensaje de la UNEAC a partir del reciente show del odio
miamense: “En la tradición ética y martiana de nuestro pueblo no ha
habido ni habrá espacio para el odio”.
Una afiliación ética, que ante las bifurcaciones del camino que
dividen a los hombres en dos bandos, toma la empinada de “los que aman
y construyen”. Ratificada así por el Titán de Bronce: “No es pues una
política de odio la mía, es una política de amor; no es una política
exclusiva, es una política fundada en la moral humana”. En armonía con
la advertencia de Bolívar, “moral y luces son nuestras primeras
necesidades”, y el orgullo de Sucre al despedirse de Bolivia, haber
guiado su gobierno por “la clemencia, la tolerancia y la bondad”.
Herederos de esas tradiciones, Fidel y Chávez, con sus respectivas
revoluciones, subvirtieron los históricos cuartones socio-clasistas;
trajeron inclusiones que impactaron en la exclusiva cotidianidad
burguesa. Ver y oler -demasiado cerca- en los habaneros Miramar,
Biltmore y Country club o en los venezolanos Prados del Este, Altamira
y La Castellana, a los que antes el statu quo lo impedía; devino en
aversión hacia los protagonistas o actores de esos cambios, en un
deseo incontrolable de limitar o evitar transformaciones como estas.
Para algunos, era una blasfemia encontrar, junto a su crónica y
“selecta firma”, la columna de opinión de un guajirito mestizo, nacido
en un intrincado lugar que prefería a Eleguá antes que a Jano y a los
José Antonio Aponte que a los José Antonio Saco. Reconocer como Poeta
Nacional a otro de origen humilde y mestizo que, para colmo, hacía
loas a “bembones” y pobres, era como “ir a cortar caña” para ciertos
intelectuales cultivados en la pseudorepública. Ver brillar en armonía
-que no es en falta de polémicas por puntos de vista diversos- a la
vanguardia política e intelectual cubana, fue como un bofetón para
ciertos renegados y/o resentidos de la otra orilla.
Ciertos intelectuales y artistas venezolanos, “se quedaron mudos,
indignados y sorprendidos” [1] cuando en el 2012, el escritor, crítico
y periodista venezolano Luis Alberto Crespo reconoció a Hugo Chávez
como el poeta más importante del país. Muchos de los que lo
criticaron entonces, no asumen hoy, ni medianamente, el reciente
mensaje del Premio Nacional de Literatura: “La cultura debe tener un
objetivo claro de imponer la paz por encima del grito, del insulto,
del odio" [2].
Porque no es –cual se ha pretendido instaurar-, el Socialismo la
fuente primigenia del odio. Por el contrario, una Revolución - “si es
verdadera”-, gestiona hasta su solución definitiva la polarización
social y la acumulación capitalista y “capitalística” del
individualismo, el “sálvese quien pueda” y del “hombre como lobo del
hombre”.
Las élites de hoy heredaron de las anteriores la repulsa e
intolerancia a los “fuera de la norma”, a lo “inferiores”, los
salvajes, los incivilizados y bárbaros, los subalternos y
prescindibles. Esta repulsa oligárquica, justificada desde una
representación retrógrada y totalitaria, ha devenido en la incitación
al odio, en la movilización a otros para que restauren el régimen
político en que reinaban o para que eliminen a los protagonistas y
sujetos que luchan por el “reino de la justicia”.
Sus víctimas, las seleccionan por su afiliación, apoyo o pertenencia
-real o supuesta- a un grupo o tendencia que no toleran; en base al
origen territorial o étnico, el color de su piel, su origen de clase,
su ideología y/o convicción política. Basta incluso, que desarrollen
su vida social, pesquen, practiquen deportes o produzcan cultura, en
un país con un sistema político diferente o no aceptado por el
odiador.
Por complejos mecanismos, e impulsados por las industrias culturales
hegemónicas, el anti-amor, se reconduce desde la simple y pasajera
vivencia afectiva hasta la pasión o el estado de ánimo enfermizo,
patológico, con impacto en lo público. Produciéndose así, un sujeto
que se revela a través del discurso de odio, la instigación a la
violencia, el delito o el crimen de odio.
Una pulsión que se acrecienta hasta extremos fascistas, generando
prejuicios, calificativos, ideologías, doctrinas, actitudes y actos
violentos hacia una persona o agrupación, y denota su plus criminal en
la medida en que envía un mensaje de advertencia, amenaza, o
declaración de guerra, a otros actores o sujetos semejantes a la
víctima.
Ese fue el objetivo de las bandas contrarrevolucionarias que azotaron
los campos cubanos, cuando la Revolución, con el protagonismo de los
“pinos nuevos”, se enfrascaba en tareas tan humanas como La
Alfabetización. Desaparecer cualquier reducto de la Revolución
pacífica de Allende, fue el propósito de la dictadura de Pinochet con
los miles de asesinados y desaparecidos. Fue el mismo propósito del
Plan Condor.
Otro uso instrumental de los crímenes de odio y el terror, ha sido la
manipulación del Caos, de imágenes que lo representan, en función de
despertar el deseo subconsciente en ciertos actores de que se produzca
“al fin”, el anhelo de la tierra arrasada, incentivando con ello el
instinto de destruir. Fue así como la propaganda nazi atrapó a las
masas de alemanes y es lo que se pretende con los “libertarios” en
Venezuela, con las guarimbas y las imágenes de la “Venezuela
incendiada”, en “caos total”, que reproducen los oligarcas a través de
su mass medias y de las redes sociales.
Un plan desestabilizador que con más de tres meses tiene un saldo de
más de una víctima por día. De los cuáles - y en contra de la matriz
que se instaura por los medios oligárquicos-, menos del 10 % han sido
víctimas del enfrentamiento de las fuerzas del orden, es decir en su
mayoría han sido víctimas del odio; aunque pocos casos han sido
denunciados como tal.
Una parte de los muertos son los propios encapuchados dominados por la
obsesión de aniquilar al Chavismo y a los “chavistas”; en muchos casos
víctimas de sus propios artefactos de matar. La gran mayoría, han
sido aniquilados por las bandas violentas bajo las ordenes de los
líderes de la MUD; efectivos de la Guardia Nacional Bolivariana,
chavistas activos y quienes simplemente pasaban o parecían chavistas.
Sí, porque los apuñalan, le arrancan el pecho, los golpean hasta
dejarlo sin vida, queman vivo o agreden, por "parecer chavistas" [3].
Si alguien grita “este es chavista” [4] o "infiltrado" [5], si
resulta sospechoso por sus “marcas” de humilde y el color de su piel,
por tener un carnet que lo habilita a conducir vehículos militares o
por parecerse a la esposa de un chavista [6].
Otra salida de esa “arrechera” criminal ha confluido en el sicariato
político contra dirigentes chavistas como el sindicalista Esmin
Ramírez, la dirigente comunal Jaqueline Ortega Delgado, el dirigente
de base y presidente de la Cámara Municipal municipio Libertador
Eliécer Otaiza y el diputado Robert Serra en 2014.
Un odio descontrolado, que violenta todo, que quema un hospital
materno, instituciones escolares, o una guardería con niños dentro.
Esta obsesión anti-socialista desemboca en la quema de banderas
cubanas o en atentados al monumento de José Martí en Caracas. Y es que
Cuba y sus líderes son parte de la construcción de la “otredad
negativa” desde el que se enarbola el correlato de odio de la
contrarrevolución venezolana, así como Venezuela lo es del odio de la
contrarrevolución cubana.
Odios, alentados y financiados desde Miami, en resonancia con el odio
cubano-americano en el Congreso estadounidense, protagonizado por
Ileana Ros-Lehtinen, Marco Rubio, Robert Menéndez y Mario Díaz-Balart
[7 y 8].
Un eje de odio, que hace suya las históricas prácticas del fascismo y
el oscurantismo oligárquico anticomunista de las dictaduras en la
región; de calificar y etiquetar para satanizar y deshumanizar al
“enemigo”. Actualizándolas, con los nuevos manuales