Convocados por el recuerdo dramático de Miguel Hernández, venimos esta noche a enfrentarnos con su gesto y con su voz. La voz de un gran poeta nacido y muerto en olor de pueblo; el gesto de un miliciano leal que ha dado la vida por España, no bajo una ráfaga de plomo, como García Lorca, ni en el camino del exilio, como Antonio Machado, sino en el largo cautiverio de las prisiones falangistas, el vómito del pulmón a los labios, la juventud comida por la tuberculosis.
Los escritores cubanos, y con nosotros los escritores españoles que en Cuba viven, tenemos, pues, nueva ocasión de tristísimo recuento; la cultura universal, un motivo más de duelo. Porque el suplicio de aquella inteligencia activa y combativa rebasa los límites de la geografía tanto como las personales efusiones del sentimiento, para golpear bárbaramente el rostro de la humanidad. Golpe devastador, como que deja vacío un firme puesto en las filas de quienes están librando la batalla más cruel de todas las guerras, por aplastar para siempre la crueldad.
Me parece difícil recordar, en el moderno desenvolvimiento literario español, otra figura de más abultado relieve popular que la de Miguel Hernández. No tuvo por cierto, que desembarazarse, como hemos tenido que hacer otros, de los viejos prejuicios con que una educación blanda y egoísta nos demoró el acceso a la gran verdad de nuestros días. Ni se produjo en su espíritu ese aleteo angustioso, lleno de contradicciones, que define el vuelo de un intelectual desde abajo (que es donde están las clases «altas») hacia las cimas del amor humano y de la comprensión universal. Lejos de ello, el autor de Viento del pueblo nació y vivió pegado a su tierra, cantándola y enamorándola; poseyéndola, como amante total. (...)
Nacido en Orihuela, pequeño pueblo de la provincia de Alicante, Miguel Hernández entró en la vida con el cayado de pastor en el puño, y al lado de su padre; que también era pastor. En el verano, según contara él mismo alguna vez, regía sudoroso su rebaño caprino, y en el invierno iba a recibir de los hijos de San Ignacio rudimentos de cultura, pues que otro lugar no había en la aldea. Rudimentos que, acaudalados y esclarecidos después por el esfuerzo propio, servíanle pronto para escupir al rostro de los fascistas españoles el desprecio que siente una clase explotada, pobre y cada día empobrecida, hacia sus verdugos implacables, señoritos, clérigos y generales. (...) Entre el dogma y la razón, entre el pueblo y el cielo, decidióse por la razón y por el pueblo. (…)
Corrió el tiempo, después. Voló ese brevísimo y enorme periodo que va desde los primeros vagidos de la República hasta su asesinato mediante la traición militarista de julio, fraguada por Franco. La guerra que este desencadenó a las órdenes de Hitler, puso a Miguel Hernández en el único sitio que le correspondía. Ingresó en el Ejército Popular, donde llegó a ser Comisario Político, y no solo para escribir versos, sino también para batirse, que ambas disciplinas lograron confundírsele en el alma. (...)
Es justamente de estos días, de cuando data su amistad con Pablo de la Torriente Brau. Una amistad que duraría toda la vida, o si queréis toda la muerte, tapados como están los dos por la misma tierra española que disputaron a su invasor. Encontráronse una noche de septiembre, en Madrid, de visita el poeta en la memorable «Alianza de Intelectuales», e intimaron como lo que eran, como dos buenos camaradas. Luego, la guerra los separó durante meses, para enfrentarlos más tarde, un día, en Alcalá de Henares, cuartel general del Campesino, y a pesar de que habían luchado juntos, sin saberlo, en los combates de Pozuelo y Boadilla del Monte. «¿Qué haces?», preguntó el escritor cubano al poeta español. Y este respondióle: «¡Tirar tiros!». De allí, pasaron en la misma fuerza al frente de Majadahonda, hasta que partió Pablo a las órdenes de otro cubano, Candón, rumbo a la gloria en que hoy trabaja y sonríe, a la diestra del pueblo todopoderoso; por los siglos de los siglos, amén. Solo una vez más le vería el poeta, pero cuando ya su amigo estaba muerto. Un cadáver de dos días, con la barba crecida, caído sobre una loma, el pecho atravesado por una ráfaga de ametralladoras. Sobreviviéndolo, Miguel iba a cantar
después en versos poderosos, sin lágrimas, a quien había quedado frente al enemigo, con el sol español puesto en la cara, y el de Cuba en los huesos.
Él prosiguió la lucha, pero una estrella fatal le negó la dicha de morir en aquellos días. Cuando Hitler consumó la invasión territorial de España, el poeta, preso, fue condenado a muerte, y luego a cadena perpetua. «Rodó entonces de presidio en presidio –nos cuenta Juan Rejano–. Encerrado estuvo en alguno donde se alberga la más negra delincuencia vulgar. En otro contrajo una grave enfermedad, y fueron inútiles las gestiones de algunos amigos, no precisamente españoles ni franquistas, para que se le permitiese trasladarse a un sanatorio. Por fin, en la cárcel de Alicante, su provincia de origen, ha muerto tras un rápido proceso tuberculoso...». (…)
Como el crimen de Lorca, como el asesinato de Antonio Machado –porque fue un asesinato, aunque el gran viejo muriera en su almohada– esta lenta tortura de Miguel Hernández arroja nueva luz sobre lo que el fascismo significa, sobre el peligro brutal que entraña para consolidar el predominio del espíritu sobre la fuerza. España sojuzgada por Franco y por Falange –vale decir, por Hitler– solo es un vasto cementerio de ideas, a la manera de Alemania, Italia y el Japón. Un cementerio en que el hombre, como sujeto de incesante perfección social, yace sepultado por la barbarie en función de régimen político. Así cada crimen fascista contra la cultura deja de ser un episodio individual y aislado, para expresar el choque de dos frentes de combate, de dos ímpetus antagónicos, de cuyo predominio respectivo dependerá el futuro del hombre sobre la tierra, ya en su vuelo hacia un porvenir de justicia democrática, ya en un retroceso hacia los oscuros instantes de su aparición como voluntad y como pensamiento.
La condena y la muerte de un poeta que defendió al pueblo, denuncian la triste situación de un pueblo impedido de defender a los poetas, lo cual solo acontece allí donde la cultura se halla en quiebra, donde gime aplastada por la brutalidad. Para los llamados hombres de ideas, este hecho debe ser profundamente significativo. Pero sobre todo, para los que están encerrados en sí mismos, sin otra puerta que la de su ambición; para los que creen que el meridiano de la historia pasa por el oscuro taller en que gastan pueriles años burilando un dije, mientras afuera el mundo se reconstruye a cañonazos. A esos, quizá pueda interesarles saber que la salvación de su propia obra está en la calle, en los frentes, en la activa retaguardia, en el destino sangriento y glorioso de un Miguel Hernández, en la férrea creación de un porvenir que dé al pan y a la rosa, a la vida y al sueño, una definitiva dignidad.