LA MASCARILLA PUESTA EN LA MÁS QUERIDA
Estacionaron la ambulancia frente a la casa. Tenían sus mascarillas y sus guantes puestos cuando tocaron a la puerta. La mascarilla no permitía ver la mueca de angustias en sus rostros, traían una muy mala noticia. Un hombre como de cuarenta años de edad se asomó por la puerta entreabierta.
Tardaron unos minutos que perecieron horas, no encontraban la manera correcta de decirle que su esposa había muerto infectada mientras ejercía su trabajo de enfermera en el hospital del pueblo. El marido llevaba cinco días sin verla, ella debía quedarse en el hospital para evitar la posibilidad de infectar con el virus en sus ropas de seguridad a su esposo y a su niño de ocho años.
Malditas mascarillas, son inservibles, no cuidan lo suficiente, no dejan ver los signos del dolor contenido. Cómo explicarle al hombre, al niño, que la madre, la mujer se contagió mientras conectaba la máquina de respiración artificial a un anciano casi moribundo o limpiaba la saliva que salía de la boca de una mujer que tocía desesperada. El contagio fue voraz, no pasaron dos días para que la enfermera no pudiera respirar, sus pulmones quedaron forrados de la fibrosis con el virus, y ella, frágil flor salvadora, quedó atrapada en el desespero que invadía su cuerpo, conociendo muy bien los síntomas.
Las medidas de seguridad impidieron retener el cuerpo infectado, el protocolo requería incinerarlo inmediatamente. Como decirle al marido, al hijo, que las cenizas las mantenían en un almacén del hospital donde se colocaban todas las cenizas de los fallecidos.
Lo único que oí al pasar la noticia por la televisión fue el chillido agudo del marido y el sollozo del niño que no podía entender lo que explicaban los oficiales de la salud. Y yo ahora, aquí, esperando ir al cementerio a llevarle flores a mi madre en su tumba, me desgarro llorando por el niño y aquel esposo que no pudieron, como pude yo, dar un beso de despedida a la más querida, la más querida, la más querida…..
Carmen Amaralis Vega Olivencia