DE MELANCOLÍA Y TAMBORES
Y llegó mi primer fin de semana en Paris. Era viernes en la caída del día, comenzaban a descender las sobras, y sentada al borde de la ventana en un cuarto piso del hospedaje la melancolía cubría mi rostro. ¿Qué hacía yo allí, sola, sin conocer a nadie, con el corazón encogido de tristeza? Me hacía falta mi hogar, mis padres, mi hermana.
Desde aquel cuartito del hospedaje miraba los alrededores del Mesón de las Privince de France, un inmenso parque con jardines hermosos por demás, grama verde perfectamente cortada, ninfas, sátiros, fuentes de mármol embellecían y ponían una extraña magia al entorno, pero aun así mi corazón sangraba de tristeza.
De momento escucho risas y tambores, provenían de las escalinatas de entrada al palacio que me hospedaba. Siete jóvenes estudiantes de la Provincias africanas de Francia; Mozambique, La Reunión, entre otras, se alistaban para ir a cenar juntos al barrio africano de Paris.
Los hombres se sentaron en los escalones a tocar sus tambores en una percusión que me resultaba familiar, parecida a la influencia africana de la cultura del Caribe, mi tierra cálida. Las muchachas se arremolinaron y comenzaron a bailar, eren tres negras preciosas, vestidas con colores brillantes. Contorneaban sus caderas en movimientos pélvicos que me resultaban sumamente eróticos.
El corazón me dio un vuelco de extraña alegría, el ritmo me llamaba con locura, bajé los cuatro pisos corriendo, casi me mato por llegar antes de que se acabara el rumbón de aquella música divina. Al salir del recibidor a las escalinatas externas donde se encontraban, miré a los jóvenes con unos ojos tan abiertos que leyeron mi deseo de unirme al grupo. Yo rubia y ellos negros como la noche, como el ébano de mis cofres sagrados.
Su francés me resultaba imposible, pero un lazo fuerte de negrura y afecto inexplicable nos ató inmediatamente. Me acerqué un tanto tímida, pero una de las muchachas me tomó por el brazo, y haciéndome señas entendí que me pedía unirme al baile. No sé qué fuerza misteriosa se metió en mi cuerpo que comencé a contornearme, se despertó la negra en mí, y pude, por primera vez menear mis caderas al compás de aquellos tambores ancestrales escondidos en mi alma.
Pasé aquella noche aprendiendo que el prejuicio por el color de la piel es una verdadera estupidez, y que la soledad del alma se calma, se disuelve, cuando se cruza la necesidad del calor de vivir en alegría, disolviendo la tristeza de la melancolía. Desde aquel día, todos los viernes esperaba el atardecer con la sangre hirviéndome y el ritmo a flor de caderas.
Carmen Amaralis Vega Olivencia