A comienzos de abril se publicaron finalmente las memorias de Woody Allen. Un texto esperado, entre otras cosas, porque varias editoriales, intimidadas por voceros del movimiento Me Too que revivieron antiguas acusaciones contra Allen de abusar de la hija de Mia Farrow —a pesar de que varias investigaciones lo habían absuelto de toda culpa—, le cerraron sus puertas, hasta que, de pronto, sin mayores anuncios, la edición de Arcade salió a las librerías en medio de la pandemia.
Este libro es atractivo pues, más allá del ruido por los intentos de censurar su obra, es evidente que Woody Allen ha sido uno de los íconos del cine moderno y, en general, de la cultura de los últimos 50 años. Vale la pena leerlo y apreciar con libertad sus opiniones acerca de su vida y su producción fílmica, bajo la óptica de que es aconsejable, en lo posible, separar nuestro juicio sobre la obra de un artista de los discutibles episodios de su vida personal, incluso sus errores y metidas de pata.
Muchas personas de mi generación crecimos y envejecimos viendo, año tras año, las películas de Woody Allen. La predecible aparición de sus nuevos filmes, comparable tal vez con la de los libros de Vargas Llosa, un autor con una productividad parecida, era esperada con entusiasmo, como una especie de compañía cálida que llegaba sin falta en forma de comedias suaves, inteligentes, llenas de ironías, crisis y desastres. De esta manera, y a punta de hablar un lenguaje propio que se entendía en todas partes, Allen formó un ejército de fieles admiradores en todo el mundo.
En el colegio fuimos a ver Bananas y, de allí en adelante, seguimos enganchados a sus obras. Cerca de 50 películas más tarde, cinco décadas después, hace poco nos reímos con Un día lluvioso en Nueva York. Algunas de sus películas, como Annie Hall, Manhattan y La rosa púrpura de El Cairo, nos encantaron; otras las encontramos mediocres; unas cuantas, decepcionantemente malas; pero todas, salvo por algunos experimentos a la manera de Bergman, casi siempre nos hicieron reír y sonreír.
Una de las cosas que sorprende al leer sus memorias es el hecho de que una persona tan representativa de la gente de Nueva York hubiera sido capaz de crear personajes y situaciones que pudieran tener tanta resonancia en todo el mundo. Gracias a su genio, en ciudades y pueblos de España, Corea o Colombia, miles de personas, de distintas edades y culturas, se identificaron con los dramas, inseguridades y conflictos existenciales de sus múltiples protagonistas de Nueva York y, más recientemente, de Londres, París, Roma o Barcelona.
Además de su admiración por las mujeres, su fascinación con la magia y su ternura compasiva con los criminales ineptos, Allen exhibe un amor contagioso por Manhattan, su gente, parques y calles, un sentimiento que nació cuando, como un niño pobre de Brooklyn, escapado de la escuela, visitaba entusiasmado los rincones y los cines de la isla, y soñaba con tener un apartamento en esa ciudad.
A pesar de lo bien que pensemos de su obra, Woody Allen termina su libro diciendo que la frustración de su vida artística es no haber hecho nunca una gran película y que, en lugar de la mente de su público, prefiere habitar en su apartamento. Estoy seguro de que muchos de sus admiradores no estamos, para nada, de acuerdo con él.
Woody Allen. (2020). “Apropos of Nothing”. New York, Arcade.