Hacer las maletas, malvender todo, rápido, creer que en cualquier otro lugar la vida será mejor. Habrá más oportunidades. La migración como objetivo, como necesidad inminente para evitar una catástrofe vital es el mantra en el que han depositado su fe una gran parte de venezolanos que han dejado su país en los últimos años.
No importa dónde. No importa qué. Lo único que importa es salir de unas fronteras que en muchos casos no permiten el desarrollo personal y familiar de una nueva (y no tan nueva) generación. El país está en crisis. Venezuela. Y el mensaje que sobrevuela la atmósfera es casi monogámico: hay que irse.La agencia de la ONU para los refugiados (ACNUR) calcula que más de 4 millones de venezolanos habrían salido del país desde finales de 2015. El organismo califica estos números como "alarmantes". No hay datos oficiales del Gobierno que contrasten estas cifras pero lo cierto es que, intramuros, la conversación sobre el éxodo es común.
Todos conocen a alguien que se ha ido. O la clásica del primo, papá, hijo, sobrino o amigo de la infancia que se fue, que le va bien, o que no saben cómo le va pero que de vez en cuando manda unas remesas a la familia que tuvo que dejar.
De lo que casi no se habla en los grandes medios de comunicación es de los venezolanos que están regresando. Los motivos para la vuelta son diversos: el clásico de "no es oro todo lo que reluce", la xenofobia imperante contra los migrantes en los países destino, que son eminentemente latinoamericanos. Una sensación generalizada extendida entre muchos de ellos es la de que "para pasarlo mal fuera, prefiero pasarlo mal en mi país, con mi familia". Una lógica aplastante.
Venezolanos que emigran y vuelven a su país
El Gobierno de Nicolás Maduro ha puesto en marcha el denominado Plan Vuelta a la Patria. Funciona desde hace aproximadamente un año y se trata de un programa de asistencia a los venezolanos que quieren regresar y no tienen manera de hacerlo. Una vez de vuelta se les incluye en el sistema de protección social de la República. No hay requisitos necesarios para subirse a uno de estos vuelos salvo el de ser venezolano y querer volver.
Según datos de la Cancillería, un total de 15.856 connacionales han regresado hasta el momento en alguno de los vuelos del Plan. El país desde donde más venezolanos han regresado es Brasil, con un total de 7.285 repatriados, seguido por Perú (3.491) y Ecuador (3.242). Desde su puesta en marcha, el programa ha operado un total de 86 vuelos completamente gratuitos.
De Colombia, en concreto de la ciudad de Cali, regresó hace menos de un mes después de un año, Daniel, 29 años, con su mujer y su hijo, de cuatro. Ellos no volvieron con uno de estos vuelos del Gobierno sino de la misma manera en la que se fueron: en autobús, por sus propios medios. Ahorrando. Primero para irse, después para volver.Daniel cuenta su historia sentado en la casa que comparte con toda su familia (viven 8 personas entre hermanos, sobrinos, y demás familiares) en el popular barrio de Manicomio en Caracas. "Es la casa de mi papá, por eso no la vendí", dice Daniel, de broma, pero en serio. Y se ríe.
Lo vendió todo para irse y tener un colchón por si acaso las cosas no iban bien cuando llegase a Cali. Allí le habían prometido un trabajo de lo suyo. Es camarógrafo, trabajó en televisión en Venezuela, maneja los platós de grabación, las grúas de cámara y el estrés del breaking news. Cuando su profesión dejó de darle una remuneración que le permitiese llegar a fin de mes (es la historia habitual del venezolano común. La crisis y la hiperinflación se comen los salarios y devalúan la moneda nacional), él y su esposa comenzaron a plantearse la idea de irse.
En Cali le dijeron que podría dedicarse a la parte audiovisual en la alcaldía. "Hasta tenían un dron", cuenta. "Pero luego me di cuenta de que nada era lo que me habían prometido. El trabajo no existía y me topé con la realidad".
Daniel y su familia eligieron Colombia porque es el país vecino y porque creían que culturalmente sería similar a ellos. El viaje en autobús ya fue una odisea. No consiguieron pasajes con ninguna agencia de viajes y tuvieron que pagarle una "vacuna", una comisión, a un tipo que conocieron de casualidad y que les prometió meterles en un autobús rumbo a su destino.
Confiaron en él y llegaron a Cúcuta, en la frontera colombo-venezolana, y después a Cali tras horas de viaje en un transporte "deplorable", según describe el propio Daniel. "En el camino, nos accidentamos como tres o cuatro veces". Y cuenta una anécdota que dan ganas de sonreír y sudar frío a la vez. El autobús atropelló una vaca que se había salido del camino y la mató. Los pasajeros, unos veinte venezolanos, bajaron del transporte y comenzaron a cortar compulsivamente la carne del animal como podían y a meterla en potes o envases de plástico improvisados. La metáfora de la necesidad, o de la ansiedad, es espeluznante.Pagaron unos 30 dólares cada uno por ese viaje. "Lo más duro es darte cuenta de que muchas veces, el sueño que tú mismo te vendiste o que las redes sociales te vendieron, no existe”, explica Daniel. “Pero cuando lo entiendes ya estás allí y tienes que afrontar la situación".
Sin el trabajo prometido, se puso a buscar lo que fuese. Consiguió solventar el alojamiento trabajando como albañil en la Iglesia de un pueblo cercano a la capital del Valle del Cauca. A cambio de eso, el cura les prestó un apartamento que pertenecía a la parroquia. Entre semana hacía algunos trabajos freelance que de vez en cuando le salían como asistente de un fotógrafo que conoció allí, y los fines de semana vendía chucherías en un abasto de alimentación.
"Mi hijo nunca se adaptó. Siempre estaba llorando porque echaba de menos a sus abuelos". Aparte de eso, lo peor, según Daniel, fue sentir el rechazo de la gente.
"'Cuidado, son venezolanos, te pueden robar'; eran cosas que escuchábamos todos los días", explica. "Hay prejuicios, incluso entre los propios venezolanos. Éramos tantos 'hermanos' que todo era una competencia".
El racismo contra los venezolanos parece casi una moda injustificable. En una ocasión, Daniel cuenta cómo su hijo le pidió ir a visitar un camión de bomberos en la estación del pueblo. Él conocía al jefe del parque y decidió acercarse. Pero su amigo no estaba en ese momento y a cargo había otro responsable que le preguntó si era venezolano. Cuando Daniel respondió que sí, la respuesta fue: "yo les odio a ustedes".
"Imagina tener que lidiar con esa situación delante de tu hijo de cuatro años".
No hace falta.
¿Qué viven los migrantes venezolanos?
Otra historia de ida y vuelta que estremece es la de Efrén Avellaneda. 53 años. Cantante y compositor de salsa. Él sí regresó hace poco más de un mes con uno de los vuelos del Plan Vuelta a la Patria desde Lima, Perú.
En su casa de Naiguatá, un pueblito costero como a cuarenta minutos de Caracas, enseña orgulloso todos sus discos y sus partituras con las letras de sus canciones. Viajó con todo eso en una maleta porque lo que quería era "internacionalizar" su música y buscar éxito en el extranjero cantando salsa. Esa maleta fue lo único que volvió con él después de que le robaran todo en la calle.
En Venezuela, Efrén siempre ha vivido de la música, pero la crisis tampoco perdona a la cultura así que se lanzó a la aventura de migrar al extranjero. Pasó primero por Bogotá donde aguantó tres meses: "allí vendí helados con un carrito, vendí café y cantaba en la calle. Decidí irme a Perú porque me dijeron que había más oportunidades pero la realidad es otra completamente distinta", cuenta.
Desde el balcón de la casa de Efrén se ven las piscinas y los yates de dimensiones considerables del Club Puerto Azul, uno de los clubs privados más antiguos y exclusivos de Venezuela. Entrar allí no es apto para todos los públicos. Sólo la inscripción ronda los 30 mil dólares y las mensualidades son astronómicas. Mirar esa otra (ir)realidad mientras Efrén cuenta sus penurias de exiliado económico remueve el estómago hasta el vómito.
En Naiguatá Efrén vive con su mujer y su hija de 15 años. Dice que no entienden que haya vuelto, sobre todo su hija, adolescente, más preocupada por poder tener recursos y formar parte del círculo del "deber ser" de la juventud: consumo, ocio, fiestas, ropa, Instagram… que en las miserias de su padre.
Pero Efrén está contento de estar de vuelta. "He engordado y tengo otra cara. Mírame". En Lima trabajaba conduciendo un camión de 7 de la mañana a 11 de la noche y vuelta a empezar por 200 dólares al mes. "Son salarios muy bajos porque somos venezolanos y nos explotan y encima tenemos que estar agradecidos porque nos den la oportunidad, porque ahora no hay trabajo para nosotros", explica.
Cuando discutió con su jefe por reclamar unas mejores condiciones laborales, le echaron; y sin ese salario dejó de poder pagar la pequeña habitación que alquilaba para dormir y se quedó en la calle.
Comenzó a dormir en parques, en soportales o donde podía para resguardarse del frío. Una noche le robaron todo y se derrumbó. "Estaba tan deprimido que me bloqueé y comencé a tirármele a los carros. Quería matarme. También me corté todo el cuerpo con una botella. Sólo quería morirme". Efrén enseña los cortes profundos que todavía permanecen en sus brazos y por todo su cuerpo. Los tapa con una chaqueta a pesar del calor asfixiante que hace en la costa caribeña pero son cicatrices permanentes.
Una mañana de domingo llegó caminando a la Embajada de Venezuela en Perú y el guardia de seguridad le dijo que volviese al día siguiente porque al ser domingo, no había nadie en las oficinas. Se fue a un parque y con las pocas monedas que tenía en el bolsillo se compró unos bananos. "Me tumbé en un banco a descansar pero algo me decía que debía volver a la Embajada y fue lo que hice", cuenta. Al regresar, casualmente, vio a un grupo de unos cuarenta venezolanos que estaban volviendo del aeropuerto. Eran los pasajeros del próximo vuelo del Plan Vuelta a la Patria que no había podido salir porque había habido algún problema con el combustible.
Efrén consiguió hablar con el embajador y le contó su caso. De inmediato le pusieron en la lista de pasajeros. Le dieron alojamiento durante tres días y el vuelo, finalmente, salió el miércoles. De esto hace pocas semanas pero su lustro y su psique son otros. Está cantando salsa, pone el Cigala en Youtube y juega a la pelota con su perro mientras responde a las preguntas de esta entrevista.
Ni Efrén ni Daniel volverían a irse. Lo que quieren ahora es apostar por Venezuela a pesar de la situación económica, que no mejora o mejora a cuentagotas. Y cuando escuchan a amigos o familiares decir que se van, les atajan. "Piénsalo", les dicen. Cuentan su experiencia y tratan de dar consejos que en ocasiones sirven y en otras no tanto, pero que son historias de vida en primera persona frente a la adversidad.
Los venezolanos que se han ido y que vuelven son relatos salvajes de frustración. De un sueño también americano que en un momento dado se tornó en un desvarío que parecía irremediable. Hacer las maletas no es fácil aunque la prensa internacional y los titulares mainstream lo edulcoren como un viaje de aventuras y oportunidades de sonrisa blanca y perfecta. La tónica es idealizar lo ajeno frente a lo propio hasta el machaque final que normalmente suele venir acompañado de un pozo negro de vergüenzas y maltrato. Volver comienza a ser más que necesario.