«Dominicano de nacimiento, cubano de corazón», era la expresión de José Martí cuando, al referirse al General Máximo Gómez, reconocía la historia de un hombre comprometido, desde fecha bien temprana, con los destinos políticos de la Cuba colonial.
Aquel joven amante del baile, la buena música, la poesía y de todo su entorno natal banilejo, decidió enrolarse en un proceso de liberación que lo llevó a convertirse, según sus propias palabras, en «revolucionario radical».
Desde entonces luchaba, no por sostener los intereses de un caudillo militar en busca del poder político, sino por un ideal consistente en «cambiar cosas y hombres viejos, por cosas y hombres nuevos».
La primera referencia formativa del joven Gómez se remite a la educación que recibiera de sus padres, Andrés Gómez y Clemencia Báez, «tan honorables como severos y virtuosos». Una disciplina férrea, propia del campo dominicano, solo delegable en la figura de los maestros de escuela, «maestros de látigo y palmeta hasta por una sonrisa infantil», como los calificara Gómez.
El triunfo de la Revolución Restauradora dominicana contra la anexión de España, obligó al joven oficial de las Reservas Dominicanas a salir de su tierra natal. Los escasos cuatro años que mediaron desde su llegada a Santiago de Cuba, en julio de 1865, hasta su incorporación a la guerra de independencia de Cuba, en octubre de 1868, comprendieron una etapa que podría denominarse «primeros descubrimientos».
La impronta de la realidad colonial esclavista cubana condicionó rápidamente en Gómez un proceso reflexivo, que giró en torno a la revalorización de su conducta en tierras dominicanas; «había escuchado hablar de los negros esclavos», diría, «pero nunca los había visto».
En sus primeras notas autobiográficas, fechadas el 28 de marzo de 1876, en plena guerra de independencia, se refirió al impacto de la «fatídica y degradante institución» de la esclavitud: «Cuando poco a poco me fui informando sentía unas impresiones horrorosas y sentía que se levantaba en mi alma un sentimiento que me hacía odiar a los españoles», y años después agregaba: «Muy pronto me sentí yo adherido al ser que más sufría en Cuba y sobre el cual pesaba una gran desgracia; el negro esclavo. Entonces fue que realmente supe que era yo capaz de amar a los hombres».
Desde entonces hizo causa común con los independentistas cubanos levantados en armas el 10 de octubre de 1868, al llamado de Carlos Manuel de Céspedes, quien no tardó en asignarle al dominicano un puesto en la revolución naciente, a las órdenes del General Donato Mármol.
Pronto su nombre quedó asociado a muchas de las más importantes acciones militares de la Guerra de los Diez Años. La carga al machete en Pinos de Baire apenas fue el preludio en su extensa carrera militar en Cuba.
En circunstancias difíciles para las fuerzas mambisas, emprendió la invasión y campaña de Guantánamo (1871-1872), y tras la muerte del Mayor General Ignacio Agramonte y Loynaz, asumió el mando del Camagüey. La campaña en esa región (1873-1874) tendría como objetivo principal preparar las condiciones para invadir a Las Villas, y de ahí continuar la marcha invasora hacia el extremo occidental de la Isla. A pesar del exitoso cruce de la trocha de Júcaro a Morón, el 6 de enero de 1875, factores diversos condicionaron el fracaso de los objetivos tácticos y estratégicos del proyecto invasor de Gómez, durante la Guerra Grande.
Luego de la firma del Pacto del Zanjón, el 10 de febrero de 1878, dejó la Isla, sin que por ello abandonara el ideal independentista. Años difíciles le esperaban junto a su esposa, Bernarda Toro y sus hijos, pero también condicionaron la madurez de un pensamiento político que tuvo en la independencia de Cuba su eje central.
Cualquier conflicto personal quedaría relegado ante el compromiso moral con «la muchacha» o su «novia», términos empleados al referirse a Cuba y a su independencia.
De ahí la decisión de echar su suerte con el Delegado del Partido Revolucionario Cubano, José Martí, cuando este viajó a República Dominicana a proponerle el cargo de General en Jefe del Ejército Libertador.
En la nueva contienda lo animaba, tanto la anhelada unidad alcanzada por el Delegado, como la oposición de importantes sectores y grupos de las «clases privilegiadas» o los «favorecidos de la fortuna» al ideal independentista: «Nos dejan solos. Ahí está mi fe, porque todas las revoluciones que hacen los pueblos son las que principian por hacer temblar y concluyen con el triunfo. Solo el proletario tiene corazón bastante para llegar, donde quiera y por cualquier camino».
La audacia e intrepidez sin límites se evidencian en cada una de sus acciones militares: la campaña Circular, en Camagüey (junio-octubre de 1895); la Lanzadera, en La Habana (enero-febrero de 1896); hasta llegar a la impresionante campaña de La Reforma, en Las Villas, entre 1897 y abril de 1898. Todo esto, con un ejército colonial muy superior en hombres y armamentos tras sus pasos, y la muerte siempre al acecho.
El 10 de diciembre de 1898 quedó firmado el tratado de paz acordado en París entre España y Estados Unidos.
Durante la ocupación militar de Estados Unidos entre 1899 y 1902, la proyección del Generalísimo evidenció la concepción de una estrategia política orientada a la retirada de las tropas interventoras en un plazo breve, y el inmediato establecimiento de la República de Cuba. En el centro de ese accionar estuvo la búsqueda de la unidad entre el fragmentado independentismo.
La concepción y defensa de la candidatura de Tomás Estrada Palma como presidente, y de Bartolomé Masó como vicepresidente de la República, se insertaron entre sus postulados claves de unidad consustanciales a sus definiciones estratégicas.
Los consejos al pueblo cubano, publicados en la prensa de la época, después de establecida la república el 20 de mayo de 1902, continuaron hasta su muerte en La Habana, el 17 de junio de 1905. Nunca abandonó a los cubanos a su suerte, ni aun en las circunstancias más difíciles, tal como le ratificara al puertorriqueño Sotero Figueroa: «En el pueblo está la razón de nuestra existencia, y con el Pueblo y por el Pueblo estaremos, aun cuando agotemos toda la amargura del cáliz».