En cada corazón arde una llama, si aún vive la ilusión y amor impera, pero en mi corazón desde que te ama sin que viva ilusión, arde una hoguera.
Oye esta confesión; te amo con miedo, con el miedo del alma a tu hermosura, y te traigo a mis sueños y no puedo llevarte más allá de mi amargura.
¿Sabes lo que es vivir como yo vivo? ¿Sabes lo que es llorar sin fe ni calma? ¿Mientras se muere el corazón cautivo y en la cruz del dolor expira el alma?
Eres al corazón lo que a las ruinas son los rayos del sol esplendoroso, donde el reptil se arropa en las esquinas y se avergüenza el sol del ser hermoso.
Nunca podrás amarme aunque yo quiera, porque lo exige así mi suerte impía, y si esa misma suerte nos uniera tú fueras desgraciada por ser mía.
Deja que te contemple y que te adore, y que escuche tu voz y que te admire, aunque al decirte adiós, con risas llore, y al volvernos a ver llore y suspire.
Yo no quiero enlazar a mi destino tu dulce juventud de horas tranquilas, ni he de dar otro sol a mi camino que los soles que guardan tus pupilas.
Entenezcamente siempre tu belleza aunque no me des nunca tus amores, y no adornes con flores tu cabeza pues me encelan los besos de las flores.
Siempre rubios, finísimos y bellos, madejas de oro, en céltica guirnalda, caigan flotando libres tus cabellos, como un manto de reina por tu espalda.
Es cielo azul el que mi amor desea, la flor que más me encanta es siempre hermosa, que en tu talle gentil yo siempre vea tu veste tropical de azul y rosa.
Mírame con tus ojos adormidos, sonriéndote graciosa y dulcemente, y avergüenza y maldice a mis sentidos mostrándome el rubor sobre tu frente.
¿Yo nunca seré tuyo? ¡ay! ese día, oscureciera al sol duelo profundo; mas para ser feliz sobre este mundo bástame amarte sin llamarte mía.
Juan de Dios Peza
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