Era un suspiro lánguido y sonoro
la voz del mar aquella tarde… El día,
no queriendo morir, con garras de oro
de los acantilados se prendía.
Pero su seno el mar alzó potente,
y el sol, al fin, como en soberbio lecho,
hundió en las olas la dorada frente,
en una brasa cárdena deshecho.
Para mi pobre cuerpo dolorido,
para mi triste alma lacerada,
para mi yerto corazón herido,
para mi amarga vida fatigada…
¡el mar amado, el mar apetecido,
el mar, el mar, y no pensar nada…!
Antonio Machado