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MEDITATION: Relatos de un monasterio budista
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Respuesta  Mensaje 1 de 1 en el tema 
De: ESKARLATA  (Mensaje original) Enviado: 22/06/2009 16:44
 

Relatos de un monasterio budista

 

Ser uno

Una de las virtudes de estar en el espacio de la meditación es que se aprende y desaprende a ser más natural. Así, quien está afuera, nada más con ver algunas formas puede pensar que también lo puede hacer. Sólo que existe una diferencia sustancial entre la forma y la acción y de eso depende que uno fluya naturalmente.

Sin embargo, cuando una idea se traba es preciso ayudarla a salir desde la raíz, es decir, nos crea alguna adicción o un placer que creíamos que era fenomenal y por eso no lo queremos olvidar; puede ser el placer sexual o el que nos dan las palabras, caricias, miradas de pasión o expresiones que delatan al otro y que nos dicen que lo que hacemos es de su agrado, que lo que le damos tiene una buena recepción. Por eso no es posible que sea fácil olvidar, y más si se tiene el recuerdo y no hay forma de cambiarlo. Es necesario meditar para desaprender y dejar salir los pensamientos del cuerpo, que fluyan en la danza del desapego. Para empezar a dejar de sufrir por los deseos incumplidos o por cuidar los realizados. Eso puede perturbar, porque es como una adicción que se necesita renovar o alimentar permanentemente. Ahora estoy empezando a comprender que el cuerpo también tiene memoria y tiene una autonomía que le damos en ese proceso de construir la compañía con el placer, y no sólo eso, sino que nos lleva a perder la perspectiva de dónde estamos, y hacemos cosas absurdas para lograrlo. En esa lógica uno se explica la pasión y la obsesión por otra persona. Así, lo que uno ve es la forma de la posesión y sufrimiento, no ve cómo se instituye por la carencia de la persona, cómo hace de su vida un solo objetivo: se fragmenta tanto que se siente sola y frustrada; es capaz de sufrir por todos los otros, lo cual no es del todo cierto; pero así es el sufrimiento: nos hace creer que sólo nosotros sentimos. Lo que sucede es que sentimos justamente el aislamiento y el abandono de las otras partes donde vivimos y de las personas. Nuestro sufrir es por no comprender que el dolor es parte también del vivir y que se puede compartir en armonía, y eso nos lo hace ver trágico. Es un proceso de la vida que no es original: ahora se tiene alguna pérdida, después se tienen recompensas. El apego es ese engaño de que las cosas son eternas. Se busca un culpable y por lo general lo encontramos en nosotros o en los otros, pero nunca en los procesos de la vida. Desprenderse es un proceso doloroso si se hace con apego, se guardan cosas para después y la idea es que fluyan, no marginarlas, dejarlas que circulen; con eso basta.

Un día uno puede olvidar, si hace meditación y deja que pase la idea reciente, que se vaya a donde sea pero que no se puede. Eso queremos, que se limpie la cabeza y entonces uno será más uno y no será los deseos y los recuerdos de los otros.

A veces los golpes son el camino

Ella no tenía necesidad de hacer zazen; bueno, en realidad nadie tiene necesidad, pero le gustaba la idea de sentarse a ver un punto con las piernas en flor de loto, y por supuesto llevar la respiración pausada con un conteo del uno al diez, pero ella iba allí, al monasterio, para no aburrirse, para poder estar sola y en otro espacio que no fuera su trabajo: era mesera en un bar. En ese ir y venir se encontró con un hombre que estaba solo; era un sacerdote budista y no podía tener novia o amante en ese momento, así que ella se conformaba con verlo y llevarle algún presente. Él se entusiasmaba, pero no pasaba a la acción; nunca le tomaba la mano, no la abrazaba ni le daba un beso, parecía tan extraña esa relación. Parecía que eran buenos amigos pero no era así, él la buscaba y le decía cosas, supongo que agradables y bonitas porque se reía mucho. Ella sólo buscaba emociones fuertes y esa forma de seducción era muy excitante, así que continúa yendo a ver al sacerdote para sentir esas emociones.

Un día le pregunté por qué lo hacía y me dijo que ya no había nada que hacer, lo tenía todo: un coche, una casa, un trabajo, hablaba dos idiomas, tenía dinero, había probado hasta el peyote y algunas otras drogas y nada la movía; sólo el zazen y la seducción del sacerdote budista la incitaban a vivir la vida de otra manera. Por eso estaba puntual ahí cada quince días. Hasta que un día descubrió que no era el sacerdote lo que la atraía, sino los golpes que le daba el roshi cuando hacía meditación. Encontró que le daba una sensación nueva a su cuerpo y una percepción distinta a su vida, incluso descubrió que nunca andaba tensa. Así empezó ella a hacer zazen por esa necesidad, pero no la tenía, la descubrió mientras meditaba y le daban sus seis varazos en la espalda.

Tomado del libro Relatos de un monasterio budista, de Sergio López Ramos,


 

 
 
 


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