A la entrada del gran bazar se reunían toda clase de mendigos. Me llamó
especialmente la atención una anciana llena de andrajos que parecía la
más pobre de todos ellos.
- Por favor -gemía-, llevo tres días sin comer.
Rebusqué en mis bolsillos y le di dos monedas. Esperé escondido en un
zaguán hasta que se levantó, con el propósito de seguirla y ver en qué
invertía la parca limosna que le había dado.
Despacio y cansina, la anciana avanzó lentamente entre la multitud que
abarrotaba el mercado. Durante unos momentos la perdí de vista, y cuando
volví a verla, caminaba ya mucho más alegre, apretando con cuidado un
bulto bajo la túnica. Tomó un callejón lateral que salía del mercado y
desembocaba en una especie de plaza calurosa y polvorienta. Allí,
sentada a la sombra del único árbol que había sobrevivido al terrible
viento del desierto, la mujer levantó la túnica y sacó un mendrugo de
pan y una magnífica rosa roja.
Hizo una mueca que debía ser una sonrisa, al tiempo que comenzó a
ablandar el pan con sus encías desdentadas.
La contemplé mientras deshizo el mendrugo lentamente y, poco a poco,
se fue comiendo hasta la última migaja mientras observaba la rosa con
ojos brillantes.
Después, una expresión de paz se reflejó en su rostro.
Me acerqué junto a ella y le pregunté:
- Anciana, ¿cómo es posible que alguien tan pobre como tú haya derrochado
una de las dos monedas que le di en esa extraña flor?
La anciana me miró desde sus cien años de sabiduría y dijo:
- Tenía dos monedas. Con una compré con qué vivir. La otra la gasté para
tener por qué vivir...