27.01.07 @ 19:49:10. Archivado en Drogas
Después de un largo paréntesis, vuelvo al ruedo. Os adelanto, por petición de la gente de las lista de enteógenos, parte del borrador libro que preparo, El Derecho a la Ebriedad, para la editorial Amargord... Es un relato de viaje lisérgico, que espero os aproveche.
Para volver a ser dichosos era solamente preciso el buen acierto de recordar... Buscábamos dentro del corazón nuestro recuerdo. LUIS ROSALES
Algo se insinúo en un lugar de la memoria y abrió mi corazón. Lo sabía todo de mí: detalles de la vida ya olvidados: olores, sonidos, lugares vividos, sentimientos. Extraño juego donde yo debía saber quién era Él y quién era yo. Me llevó de paseo por mi infancia: recuerdos que ni siquiera recordaba, lugares que un día pisé, donde un día fui. Volaba, y desde el cielo sentía lo que sentí y era donde fui. El ojo que todo lo ve me pertenecía y no me pertenecía. De mi hara subía la miel insinuándose como un arcoiris. Me trasportaba el aire. Desde una nube observaba los lugares en los que me abría a su perfume. Yo era un niño ingenuo y Él la presencia dulce que siempre me acompañó sin manifestarse. Ahora lo sabía. En algún lugar de mi corazón se estableció el mundo. Algunas sombras blancas me guiaban por una senda empinada que atravesaba lejanos planetas. Parecían almas amigas, y tenían la facultad de hacer brotar rosas de mi corazón cuando lo acariciaban. La hoja del árbol era el mapa de un tesoro por encontrar, donde me perdía de niño; del caño de la fuente manaba amor; la vieja chimenea consumía ilusiones y alimentaba de fuego el estado que no perece. Todo cobró sentido y entré en un estado gracioso, como estando allí y aquí al mismo tiempo, iba y volvía, arriba y abajo: Orgasmo mundi. Podía conocer las ecuaciones de los astros y los secretos de la célula. Maravillado por cuanto se nos ha dado, recé como un ateo lo poco que sabía para no olvidar aquel estado. ¿Era un Tesoro oculto? Me había tocado la lotería. Giraba y reía y quería compartir aquel premio. El sueño se iba haciendo más espeso y más dulce. En el jardín de mi alma volaban todos los pájaros del paraíso. Gozaba de un placer hasta entonces desconocido. Me derretía de amor. El innombrable creaba y destruía, desbordaba dulzura y me mostraba secretos y atributos a paso ligero, mientras se hacían soles y lunas que bailaban de alegría. Por un momento eterno, jugaba conmigo al escondite en algún lugar de la mitología celta, romana, griega, persa, indoamericana. Su abanico era la historia y la historia era su sueño. Por más que quería verlo sin su velo de belleza, no llegaba. De pronto se insinúo una criatura de la que nacían todas las del Universo entre lluvias de estrellas y ángeles. De su matriz caían las formas conocidas y por conocer, belleza y monstruosidad paridas en un acto de generosidad sin explicación alguna, como en una onda que movía el Universo: se deshacían los templos y las formas y se levantaban fuentes de ángeles. Yo balbuceaba viejas enseñanzas, mientras en un sótano lleno de tesoros un caballero medieval me daba de beber de un cáliz secreto. En el fondo del paisaje transparente se observaba las manos mostrando su admiración por la nada. Mil alas me hacían levitar. Era la pura contemplación contemplada. Los extraterrestres volaban y me ayudaban a escalar más y más alto mientras mis queridos se presentaban como hologramas aclarando las cuentas pendientes y desatando los pequeños nudos del existir. Con toda delicadeza se me insinuaban viejas heridas y causas abiertas, desapareciendo después, liberando energías que salían a borbotones. Firmaba la paz con mis fantasmas. Otra vez, cubierto con su velo, me mostraba el cielo, y me traía y volvía a mi estado de inocencia. Un viejo mago de oriente al que llaman el califa de los Santos crecía hasta mostrarme en cada uno de sus poros el infinito divino. Por unos instantes, me tragaba un remolino que salía de la boca de un demiurgo, y luego desaparecía, cayendo como una inmensa estatua que se desintegra. Volvía a salir y a entrar por la hoja del chopo de los sueños de mi infancia. Los nervios de aquella hoja eran ahora las venas de mi corazón y caminos del peregrino que busca el amarillo oro caliente. Eso que llaman Dios ¡qué insolente soy¡, me pareció una vibración de amor que se anunciaba. De mi pecho salían rayos de luz que atravesaban e iluminaban un aire espeso que se iba haciendo sutil. Daba infinitas gracias a la nada por enseñarme a mirar donde hay que ver. Miraba por el corazón. Mi vida era vivida como algo bello que debía ser como era: Debía aceptarla. Trataba de entender contemplando. Cada paso, cada detalle, era visto como algo cuyo significado había pasado inadvertido hasta entonces.
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