Me llamo Blanca Sanz, tengo 50 años y soy actriz. Dos días a la semana me convierto en la Doctora Sonrisa Dora que te adora y, como otros voluntarios de la Fundación Theodora, voy buscando las sonrisas de los niños y chavales que están ingresados en los hospitales madrileños. Tras colocarme la nariz roja y coger mi maletín esterilizado, paso por el control de enfermería para que me den el listado de los niños ingresados con sus historiales médicos, para saber qué protocolo debo seguir.
Antes de entrar en la habitación, tengo que seguir unas normas estrictas: hay que desinfectar las manos y el material de mis aventuras. Y luego comienza la fi esta. Voy habitación por habitación y, desde que asomo mi nariz roja por la puerta hasta que me despido, intento introducir al niño en una historia mágica a través de las palabras, los colores y la imaginación. En 10 minutos es esencial descubrir el ambiente que se respira para ganarte al menor y hacer cómplice a la familia. Cada día, visito entre 35 y 40 pacientes.
¿Nuestro objetivo?
Aliviar el sufrimiento de los niños ingresados mediante la risa, la fantasía y el juego. Los doctores sonrisas abrimos vías emocionales y nuestro medicamento más potente y efi caz es la risa; gracias a ella, les hacemos fuertes. Me animé a participar en este proyecto gracias un actor de mi compañía, Espiral Teatro. Me comentó que buscaban artistas, me presenté a las pruebas y me seleccionaron. Comencé el período de formación en la Escuela de Enfermería de La Paz de Madrid. Durante nueve semanas, médicos, enfermeras y psiquiatras me enseñaron cómo desarrollar mi labor sin entorpecer su trabajo.
Tras un año de prácticas, me convertí en la Doctora Sonrisa Dora que te adora, que es amorosa, positiva, divertida y, sobre todo, está enamorada de la vida.Ya llevo 10 años trabajando con la Fudación Theodora y es una de las mejores cosas que he hecho en mi vida. Es duro, porque hay que aprender a canalizar las emociones, pero me aporta más de lo que doy. Desde que formo parte del proyecto, veo la vida de otra forma. He aprendido a relativizar y a descubrir prioridades.
Lo peor es cuando pierdo a alguno de mis niños. Y lo mejor, todo lo que estos chavales me enseñan y me enriquecen. Una de las experiencias que más me han marcado fue visitar a niña de 16 años que estaba en la UVI por un trastorno de alimentación. Cuando entré, empezó a gritar: “¡Socorro, ayudadme!”. Pensaba que yo era la muerte y que había ido para llevármela. Estuve con ella 45 minutos, durante los que la calmé y le conté quién era. Dos semanas después, me dijeron que estaba en planta y que había pedido verme. Me explicó que hubo algo en nuestro encuentro que la hizo recuperar las ganas de vivir. Hoy está recuperada y feliz.
Este año, hemos puesto en marcha un nuevo proyecto: el acompañamiento quirúrgico. Vamos con los niños que van a ser intervenidos desde su habitación hasta la sala previa al quirófano para que estén más tranquilos y no vayan con miedo. También estamos a su lado cuando se despiertan y en el trayecto de vuelta a la habitación. Compagino mi trabajo en el teatro con esta labor, pero el día que me convierto en la Doctora Dora, soy una pizca más feliz.