Cuanto estaba ya en orden y sin gracia: la línea blanquísima del suelo, las ruedas, canastillas y manubrios, el kimono sin duda bien planchado, y lo que en un fugaz instante ocurre: esa mano a la altura del sillín —¡qué importante la uña del pulgar!—, en la otra la bolsa que no pesa, la sandalia en la raya, por supuesto, el pie en el aire, el ángulo, ese paso de la mujer que huye de la cámara bailando sin saberlo, iluminada. Todo cae en su sitio de repente, pero de qué manera inesperada.
No es el rincón de un bar, hondo en la noche de Nagoya, ni una acera orillándose hacia el alba; no hay alcohol ni tabaco, y esta mujer sin rostro ha de ser tímida, y no como las otras, descaradas. Pero la perfección, la gracia, la luz de lo que pasa, la oscuridad iluminada: eso está en cada foto del buen junku —aunque esta que aquí he puesto, a plena luz del día, nos resulte un instante tan extraña.