"Era una vez un rey que tenía un palacio maravilloso,
un palacio que era todo él como un maravilloso museo,
tenía jardines preciosos, unas salas de tapices, de
imágenes de arte bellísimas... pero nadie lo había
podido disfrutar, era solo para la gente de su familia, la familia real. Dice la leyenda que cuando ya se iba a morir,
le dejó en herencia al hijo toda aquella riqueza,
entonces dicen que el hijo tuvo la ocurrencia de
abrirla a toda la gente para que todo el mundo
pudiera disfrutar de aquel palacio, de aquel museo,
de aquellos jardines que eran como una evocación del paraiso. Y entonces lo que hizo fué lo siguiente: Abrió
las puertas para que todo el mundo pudiera visitarlo,
pero tan solo había una condición y es que la
puerta por la que había que entrar era tan estrecha...que
había que entrar sin nada, sin mochila, sin un bulto,
sin un bolso..., había que entrar sin nada, porque
si alguien llevaba algo ya no pasaba. El que llevara algún atijo, el que llevara... algún
bolso a cuestas, el que llevara algún bártulo,
alguna alforja, algún saco, algún morral... ya no
podía entrar. Había que entrar sin nada. Así que sólo los pobres entraron. Sólo los vacíos entraron. Sólo los que estaban... libres entraron. Es un poco la evocación de lo que ocurre en este misterio de la divinidad. Sólo los vacíos realmente gozan de Dios. Sólo los vacíos gozan de su presencia. Sólo los vacíos se abren a una verdadera oración. Nosotros también cuando vamos a la oración
queremos llevar ideas, llevar propósitos, llevar
imágenes, pero resulta que es innecesario.
Para orar no hay que llevar nada; lo que es
imprescindible llevarse a la oración es llevarse a
uno mismo, pero llevarse uno a si mismo "tan solo",
sin las cosas, sin los proyectos, sin los modelos, sin los
juicios, sin las imágenes. Ir realmente SIN NADA."
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