He olvidado cuando comenzó. A veces me parece como
si siempre hubieran estado ahí. No sé de dónde vienen,
sólo sé que entran cada noche por la ventana de
la cocina e invaden mi hogar, algo que la Ley
considera “allanamiento de morada”.
Al principio se mostraban indiferentes ante mi presencia,
parecía que simplemente buscaban llevar alimento a
su hormiguero y además no eran tantas. Me mostré
estúpidamente tolerante con ellas, incluso llegué a
dejarles las sobras de la comida más cerca de la
ventana para que no se esforzaran tanto
y llevasen más alimento a sus familias.
Creí ingenuamente que podría coexistir es paz con
esa especie maldita, que había que ser tolerante
con las hermanas hormigas como hubiera querido
San Francisco de Asís, pero pronto mis vecinas
se fueron multiplicando y su actitud pasiva
se transformó en gandalla y retadora.
No tardó en caer la primera víctima.
Una noche, muerto de sed, avancé descalzo hacia
la cocina y, al abrir el refrigerador, escuché un leve
“crunch” que me sacudió por dentro. En ese momento
supe que las hormigas ya contaban ahora con
un buen motivo para iniciar la guerra.
Había sido un accidente, o por lo menos eso pensé en
aquel momento, más tarde comprendí que sólo
fui utilizado dentro de un maquiavélico plan, cuyo
fin era justificar un mayor número de hormigas en la zona de conflicto.
La hormiga que aplasté frente al refrigerador no
estaba ahí por casualidad. Era una hormiga kamikaze.
Pasó toda la noche moviendo sus antenas hacia el
Dios Hormiga y esperando mi llegada para volverse mártir.
La noche siguiente, al entrar a la cocina para servirme
unos cornfleics, me percaté de que las hormigas
habían adelantado considerablemente su llegada,
como si por alguna razón, hubieran decidido que
mi presencia ya no era un condicionante para que
ellas hicieran su labor. Al intentar tomar un plato
sopero de la alacena, una hormiga gigantesca me
encaró y con sus antenas hizo señales que pese
a no haber comprendido, me parecieron injuriosas y altaneras.
Era la Reina. Me miraba con un odio que jamás
había podido percibir en una criatura tan pequeña.
Debo reconocer que en cierto momento me asustó,
pero ella, en su alocada soberbia cortesana no
percibió que pude haberla aplastado de un
manotazo y acabar de golpe con toda su dinastía.
En vez de hacer eso, que hubiera resuelto el conflicto
de inmediato, decidí encender el fuego entre las
relaciones de ambos mundos. ¿Por qué lo hice?
No lo sé. Habemos individuos que actuamos bajo
fuerzas contradictorias. Tomé una copa de vino
a medio terminar que estaba en el lavabo y sumergí
a la orgullosa Reina a esa alberca dionisiaca, para
que comprendiera que en esta vida no todo son
órdenes y esclavos. Embriagué al resto de sus esbirros
y me deleité mirándolos avanzar confundidos
entre los platos, frotándose las antenas desesperadamente,
intentando en vano despejar sus sentidos
para volver a su horrible trabajo.
No quise esperar a la venganza. Al otro día las
hormigas se encontraron frente a la ventana
una pequeña cajita, en cuyo interior descubrieron
una especie de pan o queso. Muchas de ellas se
detuvieron en ese punto y llevaron la carga a su
cubil. La matanza debió haber sido terrible, pero
los fabricantes del producto se encargan de que
ese suceso no pase frente a los ojos del cliente
que definitivamente no quiere sentirse
como Harry Truman o George Bush.
Las hormigas desaparecieron una buena temporada.
Creí haberlas derrotado de una manera vil y despiadada
y varias noches sufrí pesadillas inenarrables.
Soñaba que por las venas del edificio donde vivo
circulaban millones de hormigas rojas deseosas de
salir de sus cauces y reclamar algo en lo que por
mayoría de votos le ganarían hasta a los
humanos: el derecho de gobernar la Tierra.
Por seguridad seguí colocando nuevos dispositivos
venenosos en el marco de la ventana, pero una noche
supe que yo mismo había comenzado a cavar
mi tumba. Otra vez la sed fue la que me condujo
a la revelación, sólo que esta vez al abrir el refrigerador
no hubo accidentes, sino la constatación de un
complot perfectamente organizado en el que
las hormigas pretendían deshacerse de mí.
Mis ojos se abrieron con pánico; en las orillas de los
platos y las tazas guardadas en el interior del
electrodoméstico había hormigas dejando caer en
ellos pequeños trozos del mismo veneno con el que
yo creía estarlas matando. ¿Cuánto tiempo llevaban
haciendo eso? ¿Podría eso explicar mi deplorable
estado de salud desde hace algunos meses? ¿A
qué clase de monstruo me estaba enfrentando?
Ahora eran las hormigas quienes reían ante mí. Cerré
el refrigerador y corrí al baño a lavarme la cara.
Había una hormiga parada sobre las cerdas de mi
cepillo de dientes. Sentí pánico. Su imperio se había
extendido al resto de la casa. Me sentí observado y paranoico.
Nadie sabe cuánto tiempo han esperado para debilitarme
y darme el golpe final. Tienen acceso a mis alimentos
y al agua que bebo. En cualquier momento podrían
comenzar a disponer de mi voluntad y convertir mi
departamento en un santuario. He perdido las
esperanzas de que se vayan, pero pase lo que pase
pelearé con ellas hasta el final, cuerpo
a cuerpo si es necesario.
No me rendire Sólo Dios sabe quién ganará.
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