Los primeros ángeles que aparecen en las Sagradas Escrituras son los querubines que Yavé situó a las puertas del paraíso. Esta función de guardianes de los lugares santos, con la obligación de permitir sólo la entrada a las personas debidamente autorizadas, fue durante todo el Antiguo Testamento una de las labores encomendadas a esta orden angélica. De este modo, cuando Yavé dio a Moisés las instrucciones para construir el Arca de la Alianza, le ordenó colocar sobre la cubierta de la misma dos querubines de oro, uno frente a otro y ambos vigilando permanentemente la seguridad del Arca.
Sin embargo, el trabajo que con mayor frecuencia – y al parecer más gustosamente – desarrollan los querubines en los relatos del Antiguo Testamento es el de transportar a Dios de un lugar a otro. “Y (Yavé) cabalgó sobre un querubín, y voló, voló sobre las alas del viento”, dice el Salmo 18.
Tal vez esto fue lo que indujo a los pintores del Renacimiento a denominar querubines a los rollizos ángeles niños que solían pintar bajo la Virgen en su ascensión a los cielos, sin embargo, los querubines del Antiguo Testamento son algo muy distinto, como bien lo demuestra su severa función de guardianes en el mencionado pasaje de la expulsión del paraíso, y también y de una manera muy especial, el libro del profeta Ezequiel.
En el extraño relato que forma el capítulo 10 de su libro, Ezequiel describe con todo detalle a unos extraordinarios seres que él mismo identifica como querubines, los cuales, equipados con unas misteriosas ruedas y produciendo un ruido ensordecedor, acompañaron a Dios en su aparición sobre el templo.