¿La conocí?
¿La conocí? No sé. Vino a mi vida en languidez de caluroso viento, dando tumbos, rodando en algazara, sin planes de futuro, con los besos en abundancia de semillas fáciles lanzadas a voleo. Tan bella sembradora, tan receptivo y fértil el terreno. No sabía de ardid o compromiso, transparencia en la sombra de los cuerpos, sus palabras de estrictas acepciones con la fidelidad de los espejos.
Nunca nadie me habló de tal manera, sin sonrojo, en directo. Su discurso era dardo hacia el espíritu, rasgueando querencias y conceptos, mujer de cien facetas, pero siempre de paso, como el tiempo. Más que álamo era arroyo, renunciando a lo estático, sendero de agua hacia un mar al que jamás se llega, mas que fluye en perpetuo movimiento.
Yo le hablaba de abrazos, ella hablaba de versos, yo de melancolía, ella de ofrecimientos. No temblaba su voz, ni parpadeaba, en los temas atípicos del sexo.
Conversamos por horas, llegando a conocernos. Éramos tan afines como si fuera parte de un recuerdo.
Me hizo el amor con aptitud de hetaira, con imaginación, sin titubeos, pulsando cada cuerda del arpa de mi cuerpo.
Tan natural como la rosa, el río, la canción de las olas, el almendro.
Y al fin partió. Como el hilillo tenue del humo del incienso; como la amplia sonrisa que se apaga en la tarde; como el eco.
Manos desconocidas nos enseñan tanto más que el trajín de los expertos…
Los Angeles, 5 de junio de 2011
Original de
Francisco Alvarez Hidalgo
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