Amo la noche
No la noche que arrullan las ramas y balsámica con olor de manzanas, con el efluvio de la flor del naranjo; oh, no la noche campesina de piel húmeda y tibia y sana;
no la noche de Tirso Jiménez que canta canciones de espigas y muchachas doradas entre espigas; no la noche de Max Caparroja, en el valle de la estrella más sola cuando un viento malo sopla sobre las granjas entre ráfagas de palomas moradas; no la noche que lame las yerbas;
no la noche de brisa larga, hojas secas que nunca caen, y el engaño de las últimas ramas rumiando un mar de lejanos relámpagos; no la noche de las aguas melódicas volteando las hablas de la aldea; no la noche de musgo y del suave regazo de hierbas tibias de una mozuela; yo amo la noche de las ciudades.
Yo amo la noche que se embelesa en su danza de luces mágicas, y no se acuerda de los silencios vegetales que roen los insectos; yo amo la noche de los cristales en la que apenas se oye si agita el corazón sus alas azules;
y no es la noche sin cantares la que amo yo, la noche tácita que habla en los bosques en voz baja, o entra a las aldeas y mata. Yo amo la noche sin estrellas altas; la noche en que la brumosa ciudad cruzada de cordajes, me es una grande, dócil guitarra. Allí donde dulcemente respira un perfil cercano y distante al que canto entre sus espejos, sus sedas y sus presagios: valle aromado, dátiles de seda; cuando hay un rincón de silencio como un jirón de terciopelo para evocar esos locos viajes esas partidas traspasadas por el vaho tibio de los caballos que alzan sus belfos en el alba.
Yo amo la noche en el cansancio del bullicio, de las voces, de los chirridos, en pausa de remotas tempestades, en la dicha asordinada, a la luz de las lámparas que son como gavillas húmedas de estrellas o cálidos recuerdos, cuando todo el sol de los campos vibra su luz en las palabras y la vida vacila temblorosa y ávida y desgarra su rosa de llamas y lágrimas.
Aurelio Arturo
Novato
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