Había creído ciegamente en la iluminación y el despertar de la conciencia preconizada por Buda, en el encuentro con el Amado, por usar las palabras de Rûmî, o en la transformación del yo en el sí mismo, por usar las de Jung.
Creía en la chispa divina que se oculta en el espíritu del hombre y lo enciende;
creía en la evolución espiritual, en el trabajo sobre sí, en palabras de Gurdjieff.
Creía con Platón, que las tres virtudes elementales eran la Bondad, la Verdad y la Belleza,
y todas estas creencias y otras muchas configuraban los fundamentos de su ser y de su acción.
Pero hoy, allí sentado, todas ellas perdían su significado, se convertían en palabras huecas que parecían no concernirle.
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