No conocía la palabra “erogación” hasta que empecé a trabajar en mi oficina.
El primer día pregunté dónde estaba la máquina de café (en el sótano), eché las monedas para un capuchino (una de diez, una de veinte) y La Máquina me la mostró: “erogación”.
Apareció mientras el café se vertía y yo no supe lo que quería decir. Bueno, me dije, será lo contrario de “derogación”. Pero… ¿y qué era “derogación”? Tampoco lo sabría explicar. Una máquina de café acababa de darme una lección de humildad. Inmediatamente volví a mi ordenador y busqué en la RAE. “Erogar: distribuir bienes o caudales”. Claro. ¿Cómo iba a significar otra cosa? De hecho… ¿cómo había podido pasar tanto tiempo sin comprender que las máquinas de café no dan café, que erogan café? Erogar es un verbo mucho más adecuado para describir el acto de suprema generosidad de las máquinas de café, que nos distribuyen caudales cada mañana. Caudales de vida, de energía, de luz, de todo. Dar es vulgar, erogar es divino. Desde aquel día, cada vez que echo mis dos monedas en La Máquina siento un escalofrío de devoción, humildad y entrega. No todos tenemos la oportunidad de contemplar así, de cerca, un instrumento erogador de vida. El milagro de la existencia, la explicación de todos los prodigios, de las sonrisas y de los buenos humores de cada mañana, está ahí, al alcance de mi mano. Ya nunca he vuelto a hablar de “la máquina de café” sin más. Ahora ella es La Máquina, con mayúsculas.