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General: La camisa blanca
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Respuesta  Mensaje 1 de 4 en el tema 
De: Tanger  (Mensaje original) Enviado: 13/09/2009 12:50
PATENTE DE CORSO
La camisa blanca

ARTURO PÉREZ-REVERTE | XLSemanal | 7 de Septiembre de 2009



He recibido carta de una lectora que comenta un artículo aparecido en esta página sobre cadáveres de la guerra civil enterrados o por desenterrar, lamentando que no mostrara yo excesivo entusiasmo por el asunto del pico y la pala. El contenido de la carta es inobjetable, como toda opinión personal que no busca discutir, sino expresar un punto de vista. Comprendo perfectamente, y siempre lo comprendí, que una familia con ese dolor en la memoria desee rescatar los restos de su gente querida y honrarlos como se merecen. Lo que ya no me gusta, y así lo expresaba en el artículo, es la desvergüenza de quienes utilizan el dolor ajeno para montarse chiringuitos propios, o para contar, a estas alturas de la vida, milongas que, aparte de ser una manipulación y un cuento chino, ofenden la memoria y la inteligencia. Envenenando, además, a la gente de buena fe. Prueba de ello es una línea de la carta que comento: «Parece que para usted todos los muertos de esa guerra sean iguales».

Así que hoy, al hilo del asunto, voy a contar una historia real. Cortita. Lo bueno de haber nacido doce años después de la Guerra Civil es que las cosas las oí todavía frescas, de primera mano. Y además, en boca de gente lúcida, ecuánime. Después, por oficio, me tocó ver otras guerras que ya no me contó nadie. Con el ser humano en todo su esplendor, y la consecuente abundancia de fosas comunes, de fosas individuales y de toda clase de fosas. Esto, aunque no lo doctore a uno en la materia, da cierta idea del asunto. Permite llegar a mi edad con las vacunas históricas suficientes para que ni charlatanes analfabetos, ni oportunistas, ni cantamañanas, vengan a contarme guerras civiles o guerras de las galaxias como burdas historietas de buenos y malos. A estas alturas.

La señora que me refirió la historia tiene hoy 84 años. Cumplía doce el día que acompañó a su madre al ayuntamiento de la ciudad en donde vivía: una ciudad en guerra, con bombardeos nocturnos, miedo, hambre y colas de racionamiento. Como casi toda España, por esas fechas. Era el año 37, y el edificio estaba lleno de hombres con fusiles y correajes que entraban y salían, o estaban parados en grupos, liando tabaco y fumando. A la niña todo aquello le pareció extraño y confuso. La madre tenía que hacer un trámite burocrático y la dejó sola, sentada en un banco del primer piso, en el rellano de la escalera. Estando allí, la niña vio subir a cuatro hombres. Tres llevaban brazaletes de tela con siglas, cartucheras y largos mosquetones, uno de ellos con la bayoneta puesta. A la niña la impresionó el brillo del acero junto a la barandilla, la hoja larga y afilada en la boca del fusil, que se movía escalera arriba. Después miró al cuarto hombre, y se impresionó todavía más.

Era joven, recuerda. Como de veinte años, alto y moreno. De ojos oscuros, grandes. Muy guapo, asegura. Guapísimo. Vestía camisa blanca, pantalón holgado y alpargatas, y llevaba las manos atadas a la espalda. Cuando subió unos peldaños más, seguido por los hombres de los fusiles, la niña advirtió que tenía una herida a un lado de la frente, en la sien: la huella de un golpe que le manchaba esa parte de la cara, hasta el pómulo y la barbilla, con una costra de sangre rojiza y seca, casi parda. Había más gotitas de ésas, comprobó mientras el chico se acercaba, también en el hombro y la manga de la camisa. Una camisa muy limpia, pese a la sangre. Como recién planchada por una madre.

La sangre asustó a la niña. La sangre y aquellos tres hombres con fusiles que llevaban al joven maniatado, escaleras arriba. Éste debió de ver el susto en la cara de la pequeña, pues al llegar a su altura, sin detenerse, sonrió para tranquilizarla. La niña –la señora que setenta y dos años después recuerda aquella escena como si hubiera ocurrido ayer– asegura que ésa fue la primera vez, en su vida, que fue consciente de la sonrisa seria, masculina, de un hombre con hechuras de hombre. Sólo duró un instante. El joven siguió adelante, rodeado por sus guardianes, y lo último que vio de él fueron las manchas de sangre en la camisa blanca y las manos atadas a la espalda. Y al día siguiente, mientras su madre charlaba con una vecina, la oyó decir: «Ayer mataron al hijo de la florista». Al cabo de unos días, la niña pasó por delante de la tienda de flores y se asomó un momento a mirar. Dentro había una mujer mayor vestida de negro, arreglando unas guirnaldas. Y la niña pensó que esas manos habían planchado la camisa blanca que ella había visto pasar desde su banco en el rellano de la escalera.

La niña, la señora de 84 años que nunca olvidó aquella historia, no sabe, o no quiere saber, si al joven de la sonrisa lo desenterraron en el año 40 o lo han desenterrado ahora. Le da igual, porque no encuentra la diferencia. Como dice, inclinando su hermosa cabeza –tiene un bonito cabello gris y los ojos dulces–, todos eran el mismo joven. El que sonrió en la escalera. A todos les habían planchado en casa una camisa blanca.


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Respuesta  Mensaje 2 de 4 en el tema 
De: Comando G Enviado: 13/09/2009 22:06

Felatrices anónimas

Igual me equivoco, pero hacía tiempo que no disfrutábamos de un amanecer otoñal tan caliente, cargado, convulso y acelerado. Nuestra mocedad en eterna bronca botellonera, nuestra sistema educativo convertido en una auténtica fabrica de asnos, nuestro engranaje productivo por debajo de la República Checa (y lo que te rondaré), nuestro Gobierno abandonado por tipos sensatos como Jordi Sevilla o César Antonio Molina, y nuestras felatrices anónimas de sol y asfalto, de labio juguetón y tanga tirachinas, de caja registradora entre el muslamen, de cliente oportunista que busca alivio fácil contra la pared del pecado, en el punto de mira porque brillan más que las farolas de un paseo marítimo de ciudad nueva rica y tanto cante ha provocado suspicacias.
Hace poco, a mediodía, acompañaba a un colega hacia una empresa situada en un polígono industrial y vi plantificada a una señorita con hechuras de infarto. «Oye, tronco, esa tía buena nos está saludando», le dije algo sorprendido. «Imbécil, es una puta», contestó él. Me extrañó el lado diurno de la trabajadora del amor bajo el tictac del taxímetro porque en mi inocencia romántica sólo asociaba el puterío a la noche. Pero ha tenido que ser una mujer con aspecto de damisela mojigata y aficiones golfísticas, Esperanza Aguirre, la que ha lanzado la palabra clave: «hipocresía», y la que ofrece una solución sensata, o sea que regulen de una vez todo ese trasiego cárnico puesto que lo de mirar hacia otro lado no sólo supone una cobardía absoluta sino dejar que el problema se pudra en la calle ante la comprensible escandalera del vecindario.
 
Ramon Palomar.

Respuesta  Mensaje 3 de 4 en el tema 
De: anna· Enviado: 14/09/2009 16:27
que rompe cocos con el perez reverte este

Respuesta  Mensaje 4 de 4 en el tema 
De: cascabell canario Enviado: 16/09/2009 17:18
Genial Reverte, como casi siempre....
 
 
 
 
 
 
 



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