En las biografías de todos los grandes hombres hay siempre una escena que puede considerarse "la llamada" o "la iluminación". Es ese momento en el que el prócer, todavía bisoño, aún enfangado en los bastos lodos de su aldea natal, tiene la certeza de que va a hacer algo grande en su vida, algo por lo que su nombre será recordado durante muchas generaciones.
Ese Abraham Lincoln aterido de frío en su cabaña de madera, pero reconfortado en la seguridad de que un día regirá los destinos de esa grande y joven nación y la salvará de su desmembramiento.
Ese Albert Einstein aburrido en la oficina de patentes de Berna, haciendo ecuaciones -porque no había sudokus- y empezando a sospechar que esas cuentas ociosas le están llevando a algo muy gordo, pero no tiene a nadie con quien compartirlo, salvo el bostezante bedel, al que le queda una semana para jubilarse.
Ese Francisco Franco que soporta, apretando los dientes, las burlas de los niños que se ríen de su aflautada voz, mientras él piensa: "Reíd, cabrones, reíd, que cuando la político-social vaya a visitaros no os hará tanta gracia".
Ese Nacho Vidal que, en pleno furor adolescente, admirando su fenomenal verga mientras se la sacude a dos manos, se propone follarse hasta los desagües de las jardineras, y hacerse rico y famoso con ello.
Ese Camilo José Cela que, cuando empieza a leer a los clásicos y a dejarse poseer por el suave embrujo de la letra impresa, se dice para sí: "Algún día aborberé un litro de agua por el culo, y me tiraré pedos en la Real Academia".
S.D.M