Era un hombre del que todos y todas procuraban alejarse. Por eso le costaba tanto relacionarse con la sociedad. Pero a pesar de todo consiguió una compañera, una mujer que siempre estuvo a su lado y que además de escucharlo y comprenderlo pasaba la mayor parte del tiempo en la pileta de lavar ropa fregando y fregando las prendas de su amado.
Al señor en cuestión ella lo llamaba cariñosamente el “hombre rio”, y no era precisamente porque era caudaloso en su amor ni porque era un torrente de pasión en la cama sino simplemente porque en sus calzoncillos anidaban las tan temidas palometas.